Por Marta Orrantia – Fotos: Hernán Puentes
Las mujeres, por razones que todavía ningún científico han logrado descifrar, adoran a los malos. Los tipos demasiado buenos las hacen bostezar y las hacen decir mentiras piadosas para esconderse de ellos. Este texto de Marta Orrantia trata de resolver ese particular enigma femenino, mientras tanto, Juliana Galvis decidió ir mucho más allá y se acostó con el diablo.
«A las mujeres hay que tratarlas bien, porque si no se enamoran de uno», decían por ahí cuando yo estaba empezando la adolescencia. A lo largo de los años constaté que es cierto. Salí con mujeriegos, borrachos, vagos y vividores. Lo que me atraía de ellos era esa perpetua cara de tortura, la ceja levantada y la promesa de una aventura nueva cada día.
Me gustaban los mechudos de barba de tres días; los tacaños que jamás invitaban porque siempre -según ellos- estaban pelados, pero al mismo tiempo estrenaban camisa diaria; los abusivos que me pedían plata prestada para irse de viaje (y no me llevaban); los que me regalaban «una canción» o «la luna» cuando estaban en plan romántico, en lugar de darme un disco o una noche en la playa.
Gracias a ellos, aprendí a escribir cartas de amor. Lloré en el hombro de vecinos más buenos, pero más aburridos que mis patanes enamorados. Me aguanté los regaños de mis papás y salí a escondidas a encontrarme con esos tipos «prohibidos», que uno no le puede presentar a su tía abuela porque le da un soponcio.
Pero esa no soy sólo yo. Desde que el mundo es mundo, en la realidad y en la literatura, las mujeres se han enamorado de quien no les conviene. De aquel hombre contra el que su mamá -seguramente con algo de conocimiento de causa- siempre le advirtió. Pongamos el ejemplo de la muy elegante y femenina Lady Marian, enamorada del patán de Robin Hood. Me imagino a sus papás diciéndole: «Ese tipo es un ladrón. No respeta la autoridad. Es un borracho que pasa el día entero con sus amigotes y ni siquiera tiene casa propia. ¡Vive en un bosque, Marian! ¿Qué te puede ofrecer?». Pero ella, la más terca, les responde que no, que el tipo es bueno, que tiene cualidades como que les reparte todo a los pobres, que es generoso, es el mejor en su oficio, tiene buena puntería, y que si tiene un defecto pues ella lo va a cambiar.
Porque esa es otra. Nosotras pensamos que los vamos a cambiar. Que a nuestro lado los malos del mundo se volverán mansas palomas. Mentira. La única que logró la hazaña -ya demasiado tarde, por cierto- fue doña Inés, la enamorada eterna de otro maloso: Don Juan. Semejante sinvergüenza, y ella, una dama, convencida de que el tipo iba a dejar sus andanzas. Paciente, tontarrona y sumisa, Inés esperó a que éste se volviera bueno y cuando finalmente recapacitó, lo mataron.
Pero dejemos la ficción a un lado. El prototipo de malo no es un personaje inventado, sino un hombre de carne y hueso: James Dean. A todas nos gusta la chaqueta de cuero, la moto, el mechón, la imagen de rebeldía, el vive-al-reviente que pregonaba este tipo y que se volvió el amor platónico de las mujeres incluso muchos años después de que se mató por ir a toda en un carro, cumpliendo a cabalidad la frase que adoptó del también actor John Derek: «Live fast, die young» (vive rápido, muere joven).
Como él, muchos malos nos han hecho suspirar: Fonzy, el de Happy Days; Mickey Rourke, el de Nueve semanas y media; Marlon Brando y tantos otros actores, viejos y jóvenes, con actitud displicente y un gusto por hacer sufrir a su nena. Pero no sólo famosos caben en la lista. Cualquier mujer puede insertar aquí al amor de su vida, su traga de adolescente, el tipo aquel de los ojos verdes que perdió todos los años en el colegio y que tenía una voz bonita, el que le propuso matrimonio y luego no volvió a llamar.
La explicación no se considera tan sencilla como parece. No es sólo el gusto por lo prohibido lo que nos llama la atención. Resulta cierto que eso nos atrae. Parte de esa atracción por los hombres malos consiste en una rebeldía adolescente que nos obliga a buscar al tipo que va a hacer que al papá se le pongan los pelos de punta, que nos va a obligar a experimentar cosas nuevas y que nos va a enseñar sobre «LA VIDA». Pero no es del todo cierto. La cosa va más allá.
Y va tan más allá que existen psicólogos y expertos dedicados a pensar en el tema. Incluso, como los gringos hacen estudios de todo, también existen estudios sobre este comportamiento, que ellos llaman la triada oscura, y que básicamente describe a un tipo a lo James Bond (otro de nuestros amores platónicos de la ficción): narcisista, arriesgado y manipulador. Según uno de los estudios, hecho por el científico Peter Jonason, de la Universidad de Nuevo México, las mujeres se sienten atraídas por los hombres que son vanidosos y egoístas, que buscan a diario nuevas experiencias y son impulsivos (una característica que también se asocia con sicópatas) y que les gusta engañar y manipular (conocido también como maquiavelismo).
¿Por qué? Según el doctor Jonason, las mujeres confunden estas características con masculinidad, y -ahí es donde entra el darwinismo- por eso piensan que tienen más posibilidades que los hombres del común para engendrar hijos sanos.
Eso quiere decir que buscamos a ese tipo de hombres por puro instinto, pero ¿qué pasa cuando por fin le metemos cabeza a la cosa? Porque sería comprensible si la leona escoge al león más melenudo, el que ruge más duro, el que le casca a los otros leones, para procrear con él, pero las mujeres tenemos algo más que hormonas rondando por ahí, y en algún momento hay que pensar: ¿Será que este vago mechudo bueno para nada, celoso y maltratador, es el hombre de mi vida? ¿Estoy haciendo lo correcto por mí y por mis futuros hijos?
Las respuestas también están en otro estudio gringo, esta vez del profesor David Schmitt, de la Universidad de Bradley, en Illinois. Schmitt hizo una investigación con 35.000 personas de 57 países, y si bien encontró que los hombres que exhibían las características de la «triada oscura» en general tenían más éxito con las mujeres, también encontró que ese éxito se traduce en cortos romances y no en relaciones a largo plazo.
Para aprender eso, la mayoría de las mujeres -yo incluida- no necesitamos estudios sino experiencia. Los malos son divertidos, sí, pero hay un punto en el que tanta aventura cansa. Lo de uno es permanecer. Llámenlo también instinto, pero las mujeres, tarde o temprano, nos aburrimos de tantas sorpresas y preferimos a los hombres predecibles, buenos, tranquilos, así sean un poco sosos. Lo que los gringos llaman el «nesting», o sea, el hacer el nido, requiere un compañero que también ponga de su parte y no de un demente errático con quien no sabemos qué encontrar cada noche: ¿una fiesta?, ¿una pelea?, ¿una cena romántica?, ¿un juego de póquer?
O sea, que los tipos buenos se quedan con las mujeres al final del día. No con todas, claro. Existe el tipo de boba que se deja maltratar y vuelve con el rabo entre las piernas, como aquella historia de una mujer en la costa cuyo marido casi la mata, y luego de abandonarlo y aparecer con la cara deforme en todos los medios de comunicación, volvió con él. ¿Por qué? Ahí tal vez son ellas las del problema.
Lo cierto es que, si quieren levantar viejas, hay que dejar de abrir puertas, de regalar flores, de decir piropos y de pagar la cuenta. Hay que dejar de llamarlas al día siguiente, nunca expresar sus sentimientos, dejar de sonreír y de ser predecibles, y empezar a manejar como corredores de F1.
Un hombre que quiera enloquecer a las mujeres debe olvidar las reglas básicas de la caballerosidad. Debe hacerlas sufrir en pequeñas dosis con peleas inventadas, celos infundados y espectáculos teatrales en los que él hace el papel de deprimido y ella intenta a toda costa consolarlo, hasta que por fin él descubre que lo único que lo haría feliz sería un regalo costoso.
Si quiere que una mujer se enamore de usted, componga una canción bien triste, empiece a fumar como una chimenea y a emborracharse como una cuba, póngase un tatuaje misterioso y jamás cuente su origen, clávese un arete en la ceja o en la lengua y déjese crecer el pelo.
Pero al mismo tiempo, si quiere conservarla, haga justamente todo lo contrario. Como los hombres dicen, ¿quién entiende a las mujeres? Todas tienen el diablo adentro.
Fuente: Revistadonjuan.com