Reflexiones para un mundo superpoblado


Por: Eduard Punset

Es fácil constatar que nadie parece pensar en la estructura poblacional que se nos viene encima tanto a nivel global como, muy particularmente, a nivel de géneros, edades, empleo o la difusión de la reforma educativa. Las sociedades resultantes, no obstante, serán muy distintas según los cocientes previstos para cada uno de esos renglones.

Vamos a ver. Sabemos vaticinar cuando se trata de cantidades previsibles de población en un año determinado. Caben muy pocas dudas, por ejemplo, de que los más de seis mil millones de habitantes que pueblan el mundo alcanzarán la cifra de casi diez mil millones a mediados de este siglo. Ahora bien, si se quiere saber algo más que la simple evolución de la población, veremos que abundan los prejuicios y lugares comunes como pilares del razonamiento.

Si aceptamos la premisa de que las cantidades –en este caso, de gente– no son lo más importante, nos daremos cuenta de que tendemos a pensar en términos de lo que es justo o injusto. Se trata de un paso adelante que tiene cierto sentido, pero no es lo que conduce necesariamente a lo que hace falta: lo que importa no es si seremos dos millones más o dos millones menos, si es justa la edad de jubilación o injusta, sino el nivel y la difusión del conocimiento; es decir, la reforma educativa. Se considera injusta, por ejemplo, la decisión de extender o de aplazar la edad de jubilación porque, entre otras cosas negativas, socava las oportunidades de que los jóvenes parados en la actualidad encuentren trabajo.

Los jóvenes europeos con mayor número de hijos son los de países que permiten tanto al padre como a la madre reconciliar sus demandas familiares con las laborales (imagen: usuario de Flickr).

Las estadísticas nos enseñan que eso es rotundamente falso. Países como Suecia o Suiza arrojan las tasas de desempleo global más bajas, al tiempo que en los mismos países las tasas de ocupación o empleo del segmento de los “mayores” son las más elevadas. Estamos hablando de la franja de edad que va desde los 55 hasta los 64 años, cuya productividad es tan intensa que crean muchísimos más puestos de trabajo de los que bloquean a los jóvenes.

Otra sorpresa que revela la ciencia. Ahora resulta que en países como Suecia –que se caracteriza por tasas elevadas de fertilidad en la población femenina– más mujeres disponen de un puesto de trabajo que en países como España o Alemania –que son conocidos por su baja tasa de fertilidad–.

Menos hijos igual a menos empleo femenino o, para ser justos, menos empleo para poder ocuparse del hijo único. El gran hallazgo que debieran estudiar con atención los políticos ha consistido en descubrir que la categoría de jóvenes europeos con mayor número de hijos se da en aquellos países que permiten tanto al padre como a la madre reconciliar sus demandas familiares con las laborales.

No es la primera vez que nuestros lectores reclaman, con razón, a sus gobiernos corregir la injusticia de la falta de ayudas, profesionalización y modernización de las guarderías infantiles. La mayor parte de las madres jóvenes no sabe de dónde sacar los recursos para sufragar ese gasto exorbitante en su estrategia de compromisos.

Por último, lo que demuestran los estudios más recientes de la diversificación por género y edades de la población europea es que las tendencias demográficas negativas –como las bajas tasas de fertilidad femenina, las emigraciones masivas o incluso la pérdida de población– sólo podrán compensarse con una profunda reforma educativa.

Aunque ahora parezca imposible o lejano, llegará el día en que las empresas competirán entre sí por conseguir jóvenes dotados con las competencias necesarias para impulsar la innovación y el crecimiento.

Fuente: eduardpunset.es

Las actividades que proporcionan placer reducen el estrés


Actividades que proporcionan placer, como pueden ser la comida o el sexo, reducen el estrés ya que inhiben las respuestas de ansiedad del cerebro. Ésta es una de las conclusiones de un estudio publicado en la revista Proceedings National Academy of Science USA, en el que se muestra además que esta reducción del estrés se prolonga a lo largo de varios días, lo que sugiere un beneficio a largo plazo.El experimento se realizó en ratas de laboratorio a las que se administró una solución de sacarosa dos veces al día durante dos semanas y se estudio su comportamiento, así como su respuesta al estrés. En comparación con las ratas del grupo de control, estos animales exhibían un ritmo cardíaco y unos niveles de hormonas del estrés menores. También mostraban una mayor predisposición a explorar ambientes no familiares y a interaccionar socialmente con otras ratas.

Este efecto también se observó en ratas a las que se les administró una disolución de sacarina en vez de azúcar, pero no en las que la disolución azucarada se les inyectó directamente en el estómago. Con este hecho se puede deducir que el comportamiento observado depende de la sensación de placer obtenida por la comida y no de las calorías o de la nutrición conseguida.

Los investigadores descubrieron que estas ratas expuestas a actividades placenteras, como la comida o el sexo, experimentaban una respuesta más débil del eje hipotálamo-pituitaria-adrenocortical frente al estrés.

Fuente: Neurologia.com

¿Por qué las mujeres adoran los chicos malos?

Por Marta Orrantia – Fotos: Hernán Puentes

Las mujeres, por razones que todavía ningún científico han logrado descifrar, adoran a los malos. Los tipos demasiado buenos las hacen bostezar y las hacen decir mentiras piadosas para esconderse de ellos. Este texto de Marta Orrantia trata de resolver ese particular enigma femenino, mientras tanto, Juliana Galvis decidió ir mucho más allá y se acostó con el diablo.

«A las mujeres hay que tratarlas bien, porque si no se enamoran de uno», decían por ahí cuando yo estaba empezando la adolescencia. A lo largo de los años constaté que es cierto. Salí con mujeriegos, borrachos, vagos y vividores. Lo que me atraía de ellos era esa perpetua cara de tortura, la ceja levantada y la promesa de una aventura nueva cada día.

Me gustaban los mechudos de barba de tres días; los tacaños que jamás invitaban porque siempre -según ellos- estaban pelados, pero al mismo tiempo estrenaban camisa diaria; los abusivos que me pedían plata prestada para irse de viaje (y no me llevaban); los que me regalaban «una canción» o «la luna» cuando estaban en plan romántico, en lugar de darme un disco o una noche en la playa.

Gracias a ellos, aprendí a escribir cartas de amor. Lloré en el hombro de vecinos más buenos, pero más aburridos que mis patanes enamorados. Me aguanté los regaños de mis papás y salí a escondidas a encontrarme con esos tipos «prohibidos», que uno no le puede presentar a su tía abuela porque le da un soponcio.

Pero esa no soy sólo yo. Desde que el mundo es mundo, en la realidad y en la literatura, las mujeres se han enamorado de quien no les conviene. De aquel hombre contra el que su mamá -seguramente con algo de conocimiento de causa- siempre le advirtió. Pongamos el ejemplo de la muy elegante y femenina Lady Marian, enamorada del patán de Robin Hood. Me imagino a sus papás diciéndole: «Ese tipo es un ladrón. No respeta la autoridad. Es un borracho que pasa el día entero con sus amigotes y ni siquiera tiene casa propia. ¡Vive en un bosque, Marian! ¿Qué te puede ofrecer?». Pero ella, la más terca, les responde que no, que el tipo es bueno, que tiene cualidades como que les reparte todo a los pobres, que es generoso, es el mejor en su oficio, tiene buena puntería, y que si tiene un defecto pues ella lo va a cambiar.

Porque esa es otra. Nosotras pensamos que los vamos a cambiar. Que a nuestro lado los malos del mundo se volverán mansas palomas. Mentira. La única que logró la hazaña -ya demasiado tarde, por cierto- fue doña Inés, la enamorada eterna de otro maloso: Don Juan. Semejante sinvergüenza, y ella, una dama, convencida de que el tipo iba a dejar sus andanzas. Paciente, tontarrona y sumisa, Inés esperó a que éste se volviera bueno y cuando finalmente recapacitó, lo mataron.

Pero dejemos la ficción a un lado. El prototipo de malo no es un personaje inventado, sino un hombre de carne y hueso: James Dean. A todas nos gusta la chaqueta de cuero, la moto, el mechón, la imagen de rebeldía, el vive-al-reviente que pregonaba este tipo y que se volvió el amor platónico de las mujeres incluso muchos años después de que se mató por ir a toda en un carro, cumpliendo a cabalidad la frase que adoptó del también actor John Derek: «Live fast, die young» (vive rápido, muere joven).

Como él, muchos malos nos han hecho suspirar: Fonzy, el de Happy Days; Mickey Rourke, el de Nueve semanas y media; Marlon Brando y tantos otros actores, viejos y jóvenes, con actitud displicente y un gusto por hacer sufrir a su nena. Pero no sólo famosos caben en la lista. Cualquier mujer puede insertar aquí al amor de su vida, su traga de adolescente, el tipo aquel de los ojos verdes que perdió todos los años en el colegio y que tenía una voz bonita, el que le propuso matrimonio y luego no volvió a llamar.

La explicación no se considera tan sencilla como parece. No es sólo el gusto por lo prohibido lo que nos llama la atención. Resulta cierto que eso nos atrae. Parte de esa atracción por los hombres malos consiste en una rebeldía adolescente que nos obliga a buscar al tipo que va a hacer que al papá se le pongan los pelos de punta, que nos va a obligar a experimentar cosas nuevas y que nos va a enseñar sobre «LA VIDA». Pero no es del todo cierto. La cosa va más allá.

Y va tan más allá que existen psicólogos y expertos dedicados a pensar en el tema. Incluso, como los gringos hacen estudios de todo, también existen estudios sobre este comportamiento, que ellos llaman la triada oscura, y que básicamente describe a un tipo a lo James Bond (otro de nuestros amores platónicos de la ficción): narcisista, arriesgado y manipulador. Según uno de los estudios, hecho por el científico Peter Jonason, de la Universidad de Nuevo México, las mujeres se sienten atraídas por los hombres que son vanidosos y egoístas, que buscan a diario nuevas experiencias y son impulsivos (una característica que también se asocia con sicópatas) y que les gusta engañar y manipular (conocido también como maquiavelismo).

¿Por qué? Según el doctor Jonason, las mujeres confunden estas características con masculinidad, y -ahí es donde entra el darwinismo- por eso piensan que tienen más posibilidades que los hombres del común para engendrar hijos sanos.

Eso quiere decir que buscamos a ese tipo de hombres por puro instinto, pero ¿qué pasa cuando por fin le metemos cabeza a la cosa? Porque sería comprensible si la leona escoge al león más melenudo, el que ruge más duro, el que le casca a los otros leones, para procrear con él, pero las mujeres tenemos algo más que hormonas rondando por ahí, y en algún momento hay que pensar: ¿Será que este vago mechudo bueno para nada, celoso y maltratador, es el hombre de mi vida? ¿Estoy haciendo lo correcto por mí y por mis futuros hijos?

Las respuestas también están en otro estudio gringo, esta vez del profesor David Schmitt, de la Universidad de Bradley, en Illinois. Schmitt hizo una investigación con 35.000 personas de 57 países, y si bien encontró que los hombres que exhibían las características de la «triada oscura» en general tenían más éxito con las mujeres, también encontró que ese éxito se traduce en cortos romances y no en relaciones a largo plazo.

Para aprender eso, la mayoría de las mujeres -yo incluida- no necesitamos estudios sino experiencia. Los malos son divertidos, sí, pero hay un punto en el que tanta aventura cansa. Lo de uno es permanecer. Llámenlo también instinto, pero las mujeres, tarde o temprano, nos aburrimos de tantas sorpresas y preferimos a los hombres predecibles, buenos, tranquilos, así sean un poco sosos. Lo que los gringos llaman el «nesting», o sea, el hacer el nido, requiere un compañero que también ponga de su parte y no de un demente errático con quien no sabemos qué encontrar cada noche: ¿una fiesta?, ¿una pelea?, ¿una cena romántica?, ¿un juego de póquer?

O sea, que los tipos buenos se quedan con las mujeres al final del día. No con todas, claro. Existe el tipo de boba que se deja maltratar y vuelve con el rabo entre las piernas, como aquella historia de una mujer en la costa cuyo marido casi la mata, y luego de abandonarlo y aparecer con la cara deforme en todos los medios de comunicación, volvió con él. ¿Por qué? Ahí tal vez son ellas las del problema.

Lo cierto es que, si quieren levantar viejas, hay que dejar de abrir puertas, de regalar flores, de decir piropos y de pagar la cuenta. Hay que dejar de llamarlas al día siguiente, nunca expresar sus sentimientos, dejar de sonreír y de ser predecibles, y empezar a manejar como corredores de F1.

Un hombre que quiera enloquecer a las mujeres debe olvidar las reglas básicas de la caballerosidad. Debe hacerlas sufrir en pequeñas dosis con peleas inventadas, celos infundados y espectáculos teatrales en los que él hace el papel de deprimido y ella intenta a toda costa consolarlo, hasta que por fin él descubre que lo único que lo haría feliz sería un regalo costoso.

Si quiere que una mujer se enamore de usted, componga una canción bien triste, empiece a fumar como una chimenea y a emborracharse como una cuba, póngase un tatuaje misterioso y jamás cuente su origen, clávese un arete en la ceja o en la lengua y déjese crecer el pelo.

Pero al mismo tiempo, si quiere conservarla, haga justamente todo lo contrario. Como los hombres dicen, ¿quién entiende a las mujeres? Todas tienen el diablo adentro.

Fuente: Revistadonjuan.com

«Los humanos no somos los únicos seres con emociones»: Jane Goodall


La voz suave de Jane Goodall, la célebre investigadora británica, no se altera ni cuando denuncia la «barbarie» que supone la experimentación con animales, ni cuando raya la poesía para recordarnos que «los humanos no somos los únicos seres con emociones».

La doctora Goodall, famosa por sus descubrimientos sobre el comportamiento de los chimpancés en la reserva de Gombe (Tanzania), sólo levanta la voz cuando entona un rítmico canto onomatopéyico similar a un «u,u,u» a modo de un saludo simiesco con el que inicia su intervención celebrada hoy en el Parlamento Europeo, en Bruselas.

Lo hace con la naturalidad ganada tras cincuenta años observando de cerca a estos primates, su mejor credencial por delante incluso de los numerosos reconocimientos internacionales que ha recibido, entre ellos el Premio Príncipe de Asturias de Investigación 2003.

Desde su experiencia, Goodall está decidida a hacer reflexionar, no sólo a la comunidad científica, sino también a la gente ordinaria sobre cuestiones como la superpoblación, la conservación del medio ambiente o el maltrato animal.

«Veinte años atrás, había muchos experimentos con animales que los investigadores decían ‘tenemos que hacer por la salud de los humanos’, pero durante estos años se han descubierto muchas alternativas», asevera.

A sus 76 años, Goodall no sólo se muestra reivindicativa, sino que también conmueve a la audiencia de la conferencia que ofrece en el corazón de Europa, más de 340 niños y jóvenes de 27 nacionalidades distintas.

Esta visita es una más de la gira mundial que está realizando para celebrar el mencionado aniversario y concienciar sobre la necesidad de conservar el medio ambiente, que también la ha llevado por España, donde visitó a principios de mes Madrid, Sevilla y San Sebastián.

Goodall ama a sus chimpancés, tanto por su actividad intelectual «tremenda» que les permite aprender y emplear la lengua de signos o resolver algunos problemas de lógica, como por ese «lado oscuro» que, como las personas, también encierran en sí mismos.

«Los humanos no somos los únicos con personalidad» reivindica Goodall, quien garantiza que cada mono es distinto y único y subraya que los sentimientos no son monopolio del ser humano.

Los niños no pierden una sola de las palabras de la británica, salvo cuando toman fotos de la oradora o aplauden sus intervenciones con alegría, agradeciendo las palabras inspiradoras que la doctora les dedica: «es increíble lo que estáis haciendo, estáis cambiando el mundo».

Los más entusiastas agitan muñecos de monitos que han traído consigo al encuentro, quizás para que conocieran en persona a su más famosa defensora.

La doctora aprovecha la ocasión para hacer un llamamiento a cada individuo, a cada ciudadano, a tomar conciencia del impacto que tiene sobre el medio ambiente y asumir esta cuestión como propia y no relegarla a los gobiernos u otras organizaciones.

«Cada día que vivimos, tenemos un impacto ¿Cuál va a ser el tuyo?», pregunta la doctora.

Jane Goodall lo tuvo claro: un buen día de 1960, una joven británica de 26 años decidió marcharse a África, sola y sin ningún conocimiento previo, para internarse en la selva y acercarse a los chimpancés, para experimentar de primera mano lo que era la vida de estos primates.

«¿Cómo se siente en la selva?», «¿Qué hace si ve una serpiente?», «¿Desde cuándo quiere tanto a los animales?» son algunas de las preguntas que la sala dirige a la británica para tratar de escudriñar en la apasionante vida de una mujer que confiesa que a los diez años se enamoró de Tarzán y que tenía celos de «esa otra estúpida Jane» con quien estaba casado.

Goodall responde, como suele, con mensajes serios que invitaban a la reflexión y que hacen especial hincapié en la necesidad de que cada uno contribuya en su día a día a cambiar las cosas.

¿Y de qué tiene miedo una mujer que ha dormido cinco décadas en la selva? ¿Le asustan más las personas o los animales? «Las personas, definitivamente las personas; los chimpancés o los elefantes pueden ser peligrosos, pero la guerra y la violencia… ese tipo de cosas me asustan más».

Fuente: Bruselas, 22 nov (EFE).

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