Bórrenme de la lista que me gané la lotería


Por: Ramiro Velásquez Gómez

Como el chiste: ¿aló, con la sede del Partido Comunista? Sí, señor ¿qué se le ofrece? ¡Bórreme de la lista que me gané la lotería! El dinero parece cambiar nuestras perspectivas y así como no resulta bueno carecer de él, poseerlo en abundancia es un peligro.

Hablar de dinero en un país donde la mitad de la población vive en la pobreza, es como sentar un paletero en el patio de una guardería, pero aumentan los estudios científicos que tratan de explicar su importancia y cómo modifica la vida de las personas.

(Qué casualidad, recuerdo ahora a esos tapados en dinero mal habido y pagando escondites a peso).

Pero volviendo al chiste, Sonja Lyubomirsky, que ha dedicado su quehacer a investigar la felicidad humana, recuerda que algunos estudios han demostrado que quienes ganan una suma alta en la lotería disfrutan menos con los pequeños placeres que quienes no han sido favorecidos.

Es común escuchar en las conversaciones: a ese niño nada lo llena. El mundo le queda pequeño. No disfruta. Y ver adultos a los que la vida se les acaba en un lujoso auto que no los deja saludar ni oler una flor en el camino.

Jordi Quoidbach y colegas, en la Universidad de Lieja en Bélgica, acaban de publicar una investigación que parece demostrar que el dinero impide a las personas disfrutar las pequeñas alegrías de la vida. Su estudio sugiere que los ricos poseen menor capacidad de gozar con las pequeñas cosas, al punto de que el impacto negativo de la riqueza en su capacidad de gozar contrarresta los efectos positivos del dinero en su felicidad.

Hallaron que las personas expuestas a una recordación de riqueza, saboreaban menos un pedazo de chocolate que aquellos no expuestos.

Refrendan la hipótesis planteada en 2006 por Daniel Gilbert en su premiado libro Stumbling on Hapiness : experimentar las mejores cosas en la vida, como comer en el restaurante más caro o alojarse en el hotel más exclusivo, puede mitigar la delicia de experiencias más mundanas como un día soleado, una cerveza bien fría o un dulce.

El dinero abre la puerta a mucho, ¿pero cuál es el límite? Estudios de Kathleen Vohs, de la Universidad de Minnesota, han mostrado que con sólo mostrarles billetes, las personas se tornan menos generosas y más egocéntricas. Tal es la influencia, que manejar dinero reduce el dolor físico (al contrario, recordarle a alguien que debe gastar lo aumenta).

Como dice Lyubomirsky, investigadora de la Universidad de California, el peligro es que puede volverse tóxico, pues aumenta las aspiraciones sobre la ansiada felicidad.

Llama la atención un estudio de P. Piff y colegas, próximo a aparecer en el Journal of Personality and Social Psychology , que revela que personas de estratos socioeconómicos más bajos son más caritativas y solidarias con los necesitados, lo que demostraría que para ellas los lazos sociales son más importantes.

Entonces ¿es mejor tenerlo o no tenerlo? En este país, habría más que podrían responder por lo segundo. Por lo menos, disfruto más la cerveza en la esquina, escuchando música y sonriendo por el pájaro que busca la miga en la panadería de al lado. Ya deducirán que no he ganado nada.

Fuente: www.elcolombiano.com

Resumen semanal de Twitter

  • El ser humano no cayó del cielo pero tampoco emergió del infierno. Tenemos tanto de ángeles como de demonios #
  • A medida que las circunstancias se deterioran, la posibilidad de que nuestro demonio aparezca aumentan y viceversa #
  • Es fácil ser un ángel ante la abundancia de recursos #
  • Lo verdaderamente sorprendente son aquellos Homos sapiens que logran controlar sus demonios, o incluso sacar sus ángeles #
  • En medio de la lucha vital por la escases de los recursos #

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Eduard Punset: «Yo nunca he conocido el miedo»

Creció en el campo, soñó ser marino, huyó del franquismo con lo puesto y llegó a ministro por una deuda personal. Eduard Punset repasa en la revista DOMINICAL los caminos que le llevaron a convertirse en el divulgador científico más leído (ha superado el millón de libros vendidos). A continuación, una parte de la entrevista publicada por el diario español Elperiodico.com. Así es el hombre que nunca está triste.

Lleva más de un millón de libros vendidos, en Facebook tiene 160.000 seguidores. Y usted dice que todo se debe a que creció rodeado de cabras y perdices.
-Es muy fácil: el mecanismo de gestión de los procesos básicos -es decir, el sudor, la digestión, el frío y el calor- lo tenemos heredado de los reptiles. Pero en materia de emociones somos exactamente igual que las perdices y las ratas. Todo esto me lo explicaron mis amigos los científicos, pero yo ya lo sabía cuando era niño. Porque lo veía a diario. Veía cómo mi lechuza sentía el miedo, la felicidad, el asco, la alegría, y lo expresaba sin tapujos. Claro, ahora vas y le explicas a la gente por qué le pasa lo que le pasa por dentro, que es a lo que me dedico en este momento de mi vida, y en seguida te acogen y te dicen: tú eres mi amigo.

-Sostiene que hay que educar emocionalmente a los niños. ¿Quién le enseñó a usted inteligencia emocional cuando era un crío?
-La aprendí de los animales. Mucho antes de entrar en contacto con los humanos, yo entré en sintonía con ellos. Domesticaba lechuzas, hablaba con las perdices, me entendía con los roedores del campo. En aquellos años terribles de la posguerra, la única inteligencia emocional que había en este país la tenían los animales. Los humanos también la tenían, pero lo ignoraban.

-Si cierra los ojos y viaja a los años de su infancia, ¿qué ve?
-Vivíamos en La Vilella Baixa, en el Priorat, donde padre era médico rural. Tenía a su cargo cinco pueblos. Recuerdo a los agricultores trillando en la era, los atardeceres, la gente del pueblo. En esos tiempos merendabas en la casa de cualquier vecino. Diversión, lo que hoy entendemos por diversión, no teníamos, porque la propia vida era la diversión, nunca separábamos el ocio de la vida. Realmente, esa sensación de diversión no la he perdido jamás.

-¿Cómo era el niño Punset?
-Tenía mucha curiosidad. No por lo que me podía ocurrir a mí, porque no temía nada, sino por lo que le pasaba a la gente. Me gustaba fijarme en la conducta de las personas. Pero saber, lo que se dice saber, sabía poco más que una perdiz.

-¿Por qué se fue a Madrid a estudiar Derecho?
-Mi padre me mandó a Madrid porque yo apenas hablaba castellano. Él era muy liberal, y era muy sabio. Sabía que no podíamos prosperar sin saber bien castellano. Más tarde se las arregló para que los americanos me dieran una beca para hacer parte del bachillerato en Estados Unidos. Lo de Derecho fue porque había un acuerdo generalizado según el cual yo redactaba muy bien. Y en aquella época, si redactabas bien, estudiabas Derecho.

-¿Era su vocación?
-Yo lo que quería era ser marino. Mis libros de bachillerato estaban llenos de dibujos de gorras de marinos. Me hacía mucha ilusión. Padre estuvo hablando con amigos suyos que eran marinos, porque él era muy flexible. Finalmente lo descartamos, porque todo era muy complicado, pero yo soñé muchas horas imaginándome con los codos apoyados en la barandilla de la cubierta de un barco mirando al mar.

-Y eso que usted era de tierra adentro.
-Sí, pero en Salou descubrí el mar y me fascinó. Una vez me perdí con mi hermano en una barquita de vela. Estuvimos dos días desaparecidos. Estábamos tan ensimismados con aquella aventura que al ver aparecer una barca con mi padre y la Guardia Civil, pensamos que eran paseantes y les saludamos contentísimos. Cuando llegaron a nuestra altura nos cubrieron a bofetadas.

-¿Dos días perdidos en el mar? ¿Y no se asustó?
-Yo nunca he conocido el miedo. Bueno sí, sólo una vez, en 1958. Había ido a París, cuando ya pertenecía a la estructura del PCE, y allí me dieron una maleta con doble fondo que contenía octavillas. En la frontera, la Guardia Civil me pidió que abriera la maleta, y ésa fue la única vez que sentí el miedo, esa flojera en las piernas, esa descarga que te paraliza, que detiene el crecimiento del cerebro y encoge el hipocampo, según han demostrado los neurólogos. Fue la única vez. Aquel guardia civil no descubrió el doble fondo y pasé la frontera. Lo gracioso del caso es que, al llegar a Madrid, los del PCE de aquí me dijeron que esas octavillas no servían para nada, y las quemaron. Tan inútil es el miedo, que la única vez que lo sentí, fue para nada.

-¿Y nunca volvió a sentirlo?
-Nunca. Yo lo achaco a una tara genética que tenemos en mi familia, llamada fibrilación paroxística. Es una arritmia que hemos heredado de padres y abuelos. Me la diagnosticaron en Estados Unidos siendo ya mayor. Cuando tienes esa fibrilación, entras y sales en crisis cardíacas, sobre todo de joven, y se te agita la respiración. Notas las palpitaciones, el corazón va a su bola, te duele la cabeza. Inconscientemente, no porque nadie me lo dijera, siendo niño descubrí las situaciones que propiciaban las crisis. Una era cuando me enfadaba. La otra era al asustarme. Por eso, desde pequeñito, de forma inconsciente, evito esas situaciones, y nunca me enfado ni siento miedo.

-¿Ni siquiera cuando tuvo que huir al exilio?
-No, pero de esa experiencia me quedó un hábito que aún hoy conservo. En esa época era el representante de lo que llamábamos el Comité de Coordinación Universitario del PCE. Un día, en Madrid, a punto de salir hacia una reunión que teníamos en un bar, sonó el teléfono de la pensión donde vivía y una voz desconocida me dijo: “No vayas a la reunión, está la policía”. Los detuvieron a todos, pero yo pude escapar gracias a que en ese momento llevaba mi pasaporte conmigo. Hui a Francia con lo puesto y luego me fui a vivir a Inglaterra, y desde entonces siempre llevo conmigo el pasaporte. Fue lo que me salvó.

-¿Su trayectoria responde a un plan?
-No, mi vida nunca ha estado planificada. Pensándolo ahora, quizá he podido seguir todo este camino porque siempre he mantenido una cierta independencia en todo lo que he hecho. He estado en partidos políticos, pero a mi manera; he pasado por muchos sitios, pero con distancia. Nunca he tenido jefes, o al menos jamás he sentido que los tenía. Y he disfrutado tanto… A veces me cuesta pensar que haya gente triste.

Fuente: Elperiodico.com

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  • La imaginación es nuestra mayor fortuna y a la vez nuestra mayor maldición. Es la causante de nuestra supervivencia y de nuestras angustias #
  • Tal vez hoy tengamos más herramientas que el prehombre pero eso no nos hace necesariamente mejores ni más felices #
  • Cada vez que uno siente que algo falta en la vida, lo primero es comenzar a preguntarse si los placeres vitales están al orden del día #

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