Cómo Darwin ganó la carrera de la evolución

20090310054035 Recientemente The Guardian publicó un interesante artículo de Robin Mckie titulado How Darwin won the evolution race, en el que el director de ciencia y tecnología del famoso medio de comunicación británico, expone una apasionante y apretada batalla entre Charles Darwin y Alfred Russell Wallace por convertirse en el progenitor de la Teoría de la Evolución. A continuación reproducimos el artículo, traducido al español, esperando que arroje luces sobre este tipo de confrontaciones académicas en las que el logro y pasar a la historia, están de por medio.

«A comienzos de 1858, en Ternate, una isla de Indonesia, un joven coleccionista de especímenes estaba persiguiendo a las elusivas aves del paraíso que poblaban la isla, cuando fue atacado por la malaria. “Todos los días, cada vez que sufría uno de los ataques de frío y luego de calor, tenía que acostarme, tiempo durante el cual no tenía otra cosa que hacer sino pensar en los temas que revestían un interés particular para mí en ese momento”, recordaría después.

Es posible que la cabeza de personas menos aguerridas se hubiese llenado de pensamientos acerca del dinero y las mujeres. Pero Alfred Russel Wallace estaba hecho de otra madera. Wallace comenzó a pensar en las enfermedades y las hambrunas, en la manera como esos fenómenos controlan a las poblaciones humanas y en los descubrimientos recientes que indicaban que la Tierra era muy vieja. Entonces se preguntó cómo influenciaban la composición de las diferentes especies esas oleadas de muerte, que se repetían una y otra vez a lo largo de los siglos.

Luego cedió la fiebre y lo asaltó la inspiración. Wallace se dio cuenta de que los individuos mejor adaptados sobrevivían más y, con el tiempo, podían evolucionar hasta convertirse en nuevas especies. Así apareció, al igual que una fiebre, la teoría de la selección natural en la mente de uno de nuestros más grandes naturalistas. Wallace escribió sus ideas y se las envió a Charles Darwin, que ya era un naturalista reconocido. Sus reflexiones llegaron a la casa campestre de Darwin en Downe, Kent, el 18 de junio de 1858, hace poco más de ciento cincuenta años.

En sus propias palabras, Darwin quedó “destrozado”. Llevaba dos décadas trabajando en esa misma idea y ahora alguien más podría recibir el crédito por lo que más tarde sería descrito por el paleontólogo Stephen Jay Gould como “la revolución ideológica más grande en toda la historia de la ciencia” o, en palabras de Richard Dawkins, “la idea más importante que se le ha ocurrido a un cerebro humano”. Lleno de angustia, Darwin les escribió a sus amigos el botánico Joseph Hooker y el geólogo Charles Lyell. Lo que siguió después se ha convertido en tema de una leyenda científica.

Con el fin de proteger los derechos de autoría de Darwin sobre la teoría de la selección natural, Hooker y Lyell organizaron una lectura conjunta de las obras de los dos hombres en la Sociedad Linneana de Londres, en Burlington House, Piccadilly. El primero de julio, en un salón que hoy hace parte de la Royal Academy, se reunieron los miembros de la Sociedad para escuchar la noticia de la aparición de la teoría que ha despertado mayor rechazo y mayor número de problemas para nuestra especie en toda la historia. Hace poco más de ciento cincuenta años fue lanzada al mundo una noción más radical incluso que las teorías de Marx, aunque esa ciertamente no fue la impresión que causó en ese momento.

Para comenzar, ni Darwin ni Wallace ofrecieron exaltadas conferencias ante una audiencia masiva de miembros de la Sociedad Linneana que los ovacionaron y se dieron cuenta de que Dios estaba muerto, como se sugiere a menudo. Ninguno de los dos científicos estuvo presente: Wallace seguía en Indonesia, mientras Darwin se encontraba en su casa, junto a su esposa Emma, llorando la muerte de su hijo Charles, de diecinueve meses, ocurrida el 28 de junio a causa de un brote de escarlatina.

Por otro lado estaba la audiencia. Se componía de aficionados, que fueron bombardeados durante varias horas con asuntos de la Sociedad, para presentarles después la lectura de los cuadernos, trabajos y cartas de Darwin y Wallace. Al final, los caballeros salieron “más agobiados por la cantidad de información que les habían echado encima, que asombrados por las nuevas ideas”, al decir del historiador J. W. T. Moody, de acuerdo con un estudio de la reunión realizado en1986. La noticia de que la humanidad había sido destronada del centro de la creación fue recibida con un silencio apático.

Meses después, la gente todavía no entendía las repercusiones de esta bomba intelectual. Al hacer el balance del año 1858, el presidente de la Sociedad Linneana, Thomas Bell, concluyó que el año no había estado marcado “por ninguno de esos asombrosos descubrimientos que revolucionan de inmediato el departamento de la ciencia”. Al parecer, en su opinión, el hecho de destronar a Dios no era suficientemente revolucionario.

Sin embargo, ya se había encendido la mecha. “La carta de Wallace le dio a Darwin un buen sacudón”, dice el genetista Steve Jones. “Le había dado vueltas al asunto durante veinte años y habría seguido haciéndolo por otros veinte años si no se hubiese dado cuenta de que alguien más estaba sobre la pista”. El verano de 1858 cambió todo para Darwin. Aunque no era de ninguna manera un hombre arrogante, era consciente del valor de sus ideas. Ya se había ganado una medalla de oro de la Royal Society y no iba a permitir que un insignificante coleccionista de especímenes de Malasia le robara el crédito. Así que se sentó con una tabla sobre las rodillas, en el único sillón de su casa en el que podía acomodar sus largas piernas, y escribió la investigación que había venido desarrollando en los últimos veinte años.

El resultado final fue El origen de las especies mediante la selección natural, cuyo aniversario 150 se celebrará este año, dentro de la conmemoración de los 200 años del nacimiento de Darwin. Como dato sobresaliente, este es el único tratado científico importante que fue escrito de manera deliberada como un texto de divulgación, un libro cuyas líneas narrativas se entrecruzan de una manera que ha sido comparada con la escritura de George Eliot o Charles Dickens y que está salpicado de metáforas exquisitamente ingeniosas. “Darwin estaba creando una obra de arte duradera”, como lo afirma Janet Browne, la biógrafa de Darwin.

Richard Dawkins, cuya serie de programas Dawkins acerca de Darwin apareció en agosto del año pasado en el Channel 4 de la televisión inglesa, hace eco de ese elogio. “Cuando uno lee El origen de las especies tiene la sensación clara de que Darwin tenía mucho interés en hacerse entender. No solo quería persuadir a sus colegas científicos: quería mostrarle al público la verdad de sus ideas. Se esforzó mucho para lograrlo, razón por la cual resulta un libro tan convincente. Sus oraciones son, tal vez, un poco largas y tortuosas para los estándares modernos, pero en su época debió ser una obra de fácil comprensión”.

Esa accesibilidad garantizó que la idea de la selección natural apareciera ante los ojos del público de manera mucho más vívida de lo que se esperaría y que apresurara la aparición de las reacciones de angustia e indignación que Darwin había previsto. “Absolutamente falsa y penosamente engañosa”, fueron las palabras con que calificó la obra Adam Sedgwick, ex profesor de Darwin, en una carta dirigida a su antiguo pupilo. Quienes apoyaban a Darwin –Hooker, Lyell y Thomas Huxley– salieron en su defensa y comenzaron una batalla que culminó con el famoso debate entre Huxley y el obispo Wilberforce en la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, en Oxford, en junio de 1860. A Huxley se le atribuye popularmente el honor de haber derrotado a Wilberforce, en una institución en la que dos tercios de los graduados tomaban los hábitos. Aunque no fue en lo absoluto un espectáculo despreciable, la naturaleza decisiva de la “victoria” de Huxley es cuestionada en la actualidad por muchos historiadores, y se considera más bien un empate. Por otro lado, es claro que en esa época soplaban vientos de cambio y que la publicación de El origen de las especies aceleró esa transformación. La Iglesia, que hasta ese momento era la autoridad nacional acerca del mundo natural, estaba perdiendo un terreno que la ciencia estaba ganando.

“A lo largo de las décadas que siguieron, los defensores de Darwin llegaron a ocupar posiciones de influencia en la vida intelectual británica y norteamericana”, escribe Browne. “Hacia el final estaban por todas partes, en el Parlamento, en la Iglesia anglicana, en las universidades, en el gobierno, en el servicio colonial, en la aristocracia, en la marina, en el ejercicio del derecho y la medicina; en Inglaterra y al otro lado del Atlántico”. Esos hombres garantizaron que la selección natural perdurara y se encargaron de que Darwin fuera enterrado en la Abadía de Westminster en 1882, lo cual no estaba mal para un agnóstico confeso.

Darwin sigue siendo objeto de veneración y su imagen aparece en el actual billete inglés de 10 libras. Por el contrario, Wallace cayó en el olvido. Quedó muy complacido al permitir que Darwin y sus amigos promovieran la selección natural. “Eso me garantiza el contacto con hombres muy eminentes, y su ayuda, al regresar a casa”, le dijo a su madre. Sin embargo, queda la sospecha de que Wallace haya hecho un mal negocio. Autodidacta y de origen humilde, Wallace no contó con ninguno de los privilegios de los que disfrutó Darwin, que se educó en la universidad y cuyo padre era un próspero médico. Wallace tuvo que abrirse camino como aprendiz de carpintero y luego como supervisor de aprendices, antes de convertirse en un distinguido naturalista. También fue un socialista temprano, que apoyaba la lucha por los derechos de las mujeres y respaldaba el movimiento de reforma agraria, y un escritor muy talentoso. Joseph Conrad mantenía en su mesa de noche un ejemplar de Elarchipiélago malayo, el recuento de los ocho años que Wallace pasó en la región, y lo consultó para sus propios libros, en especial para Lord Jim.

Pero la personalidad y la vida de Wallace estuvieron marcadas por la desgracia. Su primera gran expedición para recolectar muestras, que lo llevó al Amazonas, terminó en desastre cuando el barco en que regresaba a Inglaterra se incendió y naufragó con miles de muestras y las esperanzas de Wallace de obtener una ganancia segura. El coleccionista sobrevivió, pero solo pudo recuperar un par de cuadernos y un loro furioso.

Wallace también era impetuoso. Mientras Darwin entendía a cabalidad las implicaciones de su teoría y retrasó la publicación porque sabía que iba a despertar la indignación de los creyentes, entre otros de su propia esposa, Wallace se lanzó a ciegas, feliz de escandalizar a la sociedad. Le importaba un bledo, decía Jonathan Rosen, en un ensayo sobre Wallace publicado hace un par de años en el New Yorker. “Esa absoluta independencia de la opinión pública es una de las muchas razones para que Wallace haya desaparecido del imaginario popular”.

Adicionalmente, Wallace creía en el espiritismo (que Darwin y sus amigos detestaban) y al final de sus días hizo campaña en contra de la vacunación. “Wallace era un hombre admirable y casi un santo en la manera como trataba a los demás”, dice David Attenborough. “Sin embargo, como científico no tenía la talla de Darwin. A Wallace se le ocurrió la idea de la selección natural después de pasar un par de semanas asediado por las fiebres palúdicas. Darwin no solo trabajó la teoría sino que reunió una cantidad enorme de información para apoyarla”.

Esta afirmación es respaldada por el historiador Jim Endersby. “La selección natural era una idea brillante, pero lo que la hizo verosímil fue el peso de la evidencia presentada por Darwin. Esa es la razón por la cual recordamos a Darwin como su principal autor”. En su viaje alrededor del mundo en el Beagle, entre 1831 y 1836, Darwin llenó innumerables cuadernos con sus observaciones, en particular aquellas acerca de los animales que vio en las distintas islas Galápagos y que estaban estrechamente relacionados entre sí. Y luego, en su enorme jardín en Downe, Darwin cruzó distintas variedades de orquídeas, cultivó pasionarias y en una ocasión tocó el fagot delante de unas lombrices para probar su respuesta a las vibraciones. Reunió cientos de datos acerca del cultivo de plantas y animales para apoyar sus argumentos de El origen de las especies. Wallace no podía presentar nada igual.

Sin embargo, esto no ha acallado las acusaciones de que Darwin y sus seguidores emplearon trucos muy sucios para hundir a Wallace. De acuerdo con esas ideas, Darwin recibió el ensayo que le envió Wallace desde Ternate varias semanas antes de lo que reconoció haberlo recibido, hurtó su contenido y después lo usó como propio en El origen de las especies. Este argumento aparece desarrollado en dos libros norteamericanos –el de Arnold Brackman y el de John Langdon Brooks– publicados hace veinte años, que describen a Darwin como un oportunista inescrupuloso y un ladrón intelectual. Sin embargo, ninguno de los dos libros presenta un caso convincente, y la gran mayoría de los académicos han concluido desde entonces que sus afirmaciones no son justas ni creíbles.

Tal como concluye el biógrafo de Wallace, Peter Raby: “Nunca se había construido una teoría tan fascinante sobre una evidencia más débil. En cuanto al factor humano, no hay nada en la vida de Darwin que sugiera que fuera capaz de semejante deshonestidad intelectual, aunque no era especialmente generoso a la hora de reconocer la deuda que tenía con sus fuentes”.

En efecto, los historiadores sostienen que, de no ser por Darwin, la idea de la selección natural habría sufrido un terrible detrimento. Si Darwin no hubiese sido el primero en desarrollar la idea de la selección natural y hubiese sido, en cambio, Wallace quien obtuviera el prestigio y la atención, la teoría habría producido un impacto muy distinto. “Al final, Wallace llegó a creer que la evolución a veces estaba guiada por un poder superior”, añade Endersby, el editor de la edición de El origen de las especies que publicará próximamente la Universidad de Cambridge. “Pensaba que la selección natural no podía ser la responsable de la naturaleza de la mente humana y afirmaba que la humanidad se veía afectada por fuerzas que la separaban del reino animal”.

Esta noción está peligrosamente cerca de la idea del diseño inteligente –propuesta por los creacionistas modernos–, según la cual el curso de la evolución fue dirigido por la mano de una deidad. Por el contrario, la visión de Darwin era rigurosa e indicaba que la humanidad era un simple “vástago en el inmenso árbol de la vida, el cual, si fuese vuelto a plantar de una semilla, casi con absoluta seguridad no volvería a producir ese vástago”, en palabras de Stephen Jay Gould. De acuerdo con Darwin, no hay cláusulas exclusivas para los humanos. Nosotros estamos tan sujetos a las leyes de la selección natural como las bacterias o las tortugas.

Las raíces de esa postura tan inflexible tienen, sin embargo, un aspecto muy humano. Darwin combinaba íntimamente su vida y su carrera. Al ser un genuino hombre de familia, experimentó un terrible dolor con la muerte de su hijo Charles en 1858, cuando todavía era un bebé, y quedó absolutamente destrozado por la muerte de su hija de diez años, Annie, a causa de la tuberculosis en 1851, tal como lo señala el libro Annie’s Box: Charles Darwin, His Daughter and Human Evolution, de Randal Keynes, el tataranieto de Darwin. Cataplasmas de mostaza, brandy, cloruro de cal y amoníaco era todo lo que la medicina le podía ofrecer a Annie cuando comenzó a enfermarse. Pero ninguna de estas sustancias tuvo efecto alguno en ella, mientras empeoraban los ataques de vómito y los delirios, hasta que murió el 23de abril de 1851 “sin exhalar un último suspiro”, según recordaba Darwin. “Perdimos la alegría de la casa y la dicha de nuestra vejez”.

Keynes sostiene de manera muy convincente que la muerte de Annie tuvo un impacto considerable en el pensamiento de Darwin. “En los últimos días de vida de Annie, él [Darwin] observó cómo la cara de la niña iba cambiando hasta hacerse irreconocible debido al adelgazamiento producido por su enfermedad mortal. Solo se pueden entender las verdaderas condiciones de la vida cuando uno acepta la verdadera inclemencia de las fuerzas naturales”. La enfermedad de su hija hizo que Darwin abriera los ojos a los procesos inflexibles que rigen la evolución. “Contemplamos la cara de la naturaleza con fascinación”, escribiría años después. “Pero no vemos, o preferimos olvidar, que las aves que cantan de manera distraída a nuestro alrededor se alimentan principalmente de insectos o semillas y, en consecuencia, constantemente están destruyendo la vida, u olvidamos la manera como esas aves cantoras, o sus huevos, o sus nidos, son destruidos por las aves o los animales de rapiña”. O, como escribió en otra parte: “En la naturaleza todo es guerra”.

Esa visión tan despiadada –que hace énfasis en la suerte ciega como el mecanismo determinante en la lucha por la supervivencia y el curso de la evolución– resultaba inquietante para los victorianos, que tenían tanta fe en el esfuerzo propio y el trabajo duro. Sin embargo, ésa es la versión de la selección natural que han apoyado desde entonces un siglo y medio de observaciones y que es aceptada hoy día prácticamente por todos los científicos de la Tierra.

Desde luego, no ha sido un proceso fácil. Aún hoy, la selección natural ocupa un estatus especial entre las teorías científicas al ser la que comúnmente sigue recibiendo más rechazos y ataques de parte de un significativo, aunque reducido, segmento de la sociedad, principalmente los cristianos y los musulmanes fundamentalistas. Esos individuos tienden a tener pocas opiniones sobre la relatividad, la teoría de la gran explosión o la mecánica cuántica, pero rechazan vigorosamente la idea de que la humanidad esté ligada al resto del mundo animal y descienda de ancestros semejantes a los monos.

“Hace veinte años eso no era problema”, dice Steve Jones, un profesor de genética de University College de Londres. “Hoy tengo decenas de alumnos que solicitan que se los excuse de las conferencias acerca de la evolución debido a sus creencias religiosas. Incluso me acusan de decirles mentiras cuando digo que la selección natural se apoya en los hechos. Entonces les pregunto si creen en las leyes genéticas de Mendel. Dicen que sí, por supuesto. ¿Y en la existencia del ADN? Otra vez sí. ¿Y en las mutaciones genéticas? Sí. ¿Y en la expansión de la resistencia a los insecticidas? Sí. ¿Y en la divergencia de poblaciones aisladas o islas? Sí. ¿Y aceptan ustedes que los humanos comparten con los chimpancés el 98 por ciento de su ADN? Otra vez sí. Entonces, ¿cuál es el problema de la selección natural? Es una absoluta mentira, dicen. Eso me desconcierta, francamente”.

Dawkins comparte esa sensación de desaliento. “Esta gente afirma que el mundo tiene menos de 10.000 años de edad, lo cual es una equivocación gigantesca. La Tierra tiene varios miles de millones de años. Estos individuos no solo son estúpidos, son colosal y asombrosamente ignorantes. Pero estoy seguro de que el buen sentido prevalecerá”- Y Jones está de acuerdo. “Es una etapa pasajera. En veinte años, ese absurdo habrá desaparecido”. Sencillamente la selección natural es un concepto demasiado importante para que la sociedad pueda vivir sin él, dice. Es la gramática del mundo viviente y les proporciona a los biólogos los medios para entender los miles de millones de plantas y animales de nuestro planeta. Attenborough comparte esta visión y toda su serie de programas sobre la vida en la Tierra se apoya en el sólido pensamiento darwiniano.

“Quienes se oponen dicen que la selección natural no es una teoría apoyada en la observación y la experiencia; que no se basa en los hechos y que no se puede probar”, dice Attenborough. “Bueno, no, no hay manera de probarle la teoría a gente que no creería en ella, así como no se puede probar que la batalla de Hastings tuvo lugar en1066. Sin embargo, sabemos que esa batalla tuvo lugar en ese momento, así como sabemos que el curso de la evolución sobre la tierra muestra de manera irrefutable que Darwin tenía razón”.

Destruir el diván

20100827042644Por: Renée Kantor
¿Y si Sigmund Freud fuera un falsificador, tirano, falócrata, megalómano, mal hijo, ávido de dinero, admirador de Mussolini, homofóbico y misógino? Esto es lo que da a entender el filósofo francés Michel Onfray en un libro que acaba de publicarse en Francia y que en solo un mes lleva vendidos más de cien mil ejemplares. Se trata de Le crépuscule d’une idole, seiscientas páginas que han despertado la ira de la élite psicoanalítica francesa que lo acusa, como lo hace la historiadora Élisabeth Roudinesco, de haber hecho del psicoanálisis una “ciencia nazi y fascista”. Onfray responde a esta delicadeza refiriéndose a la célebre profesora como “alguien al borde de la enfermedad mental”. Así están las cosas. La vida del filósofo de 51 años –infarto a los 28, familia pobre, adoración por su padre, relación conflictiva con su madre, criado en un orfanato donde fue víctima de abuso sexual– es un banquete para la constelación de psicoanalistas dispuestos a percibir en esa historia personal las verdaderas razones de la abominación de un sistema que Onfray ve extenderse como la tinta de un pulpo: el psicoanálisis freudiano.
Luego de haber enseñado Freud y el psicoanálisis durante veinte años, ¿la lectura de El libro negro del psicoanálisis, que critica y denuncia las supuestas imposturas de la terapia, lo convirtió al antifreudismo radical?
Más que referirse al antifreudismo, El libro negro del psicoanálisis usa herramientas de la historia para desarticular una leyenda que en el mundo es ley desde hace un siglo. En Francia los freudianos constituyen una milicia que actúa con métodos propios de los grupos paramilitares de los años fascistas o bolcheviques: intimidación, manipulación, mentira, contactos en los medios, criminalización del pensamiento libre, activación de redes de influencia muy laboriosas, amenazas, etc. Desde entonces varias personas han obstaculizado la producción historiográfica sobre el psicoanálisis y han dificultado su difusión en los medios.
En tanto que lector de la prensa, yo mismo fui víctima de esta tiranía de la leyenda que convirtió El libro negro del psicoanálisis en un libro antisemita y “revisionista”, como si encarnara las peores tesis de la extrema derecha. Recuerde que en Francia la palabra “revisionista” se asimila insidiosamente a los negacionistas de la Shoá. Empecé a leer el libro con escepticismo, confiando en las numerosas críticas que lo habían acompañado al publicarse, pero muy pronto descubrí que decía la verdad. La honestidad me obligó a admitir que me había equivocado, porque me habían engañado. Es muy significativo que quienes atacaron en su momento El libro negro… sean los mismos que ahora me arrastran por el fango.
Usted fundó la Université Populaire de Caen, donde –a pedido suyo– se enseña psicoanálisis. ¿Por qué hacerlo si considera que esa disciplina es una fabulación?
Fundé la Université Populaire en 2002 para enseñar libremente, lejos de las leyendas de las que vive la universidad oficial. Las universidades son lugares de reproducción social, de duplicación ideológica: nada inteligente ha salido nunca de allí.
¿Lo piensa realmente o esa frase es una provocación?
Lo pienso de verdad: Platón, Séneca, Marco Aurelio, Plotino, Montaigne, Spinoza, Rousseau, Diderot, D’Alambert, los enciclopedistas, Helvétius, D’Holbach, La Mettrie, Nietzsche, Sartre, el mismo Freud, no eran universitarios. El verdadero pensamiento se encuentra al margen de estas grandes maquinarias creadas para seleccionar a las élites que asegurarán la repetición de lo aprendido, con el fin de transmitirlo servilmente a otros que a su vez harán lo mismo y a quienes se les entregará un diploma como signo de pertenencia a la tropa destinada a perpetuar la ley intelectual e ideológica. No quise padecer esa restricción y preferí trabajar como un hombre libre: algo que la universidad no me habría permitido jamás y que rechacé en el momento mismo en que mi directora de tesis me propuso dictar una cátedra. Preferí permanecer en el liceo donde enseñaba filosofía, para poder trabajar en mis libros con toda libertad, sin tener que rendir cuentas a un superior jerárquico.
Al abrir la universidad, le pedí a una amiga psicoanalista enseñar el psicoanálisis de la misma manera que, ateo, solicité a una persona católica que diera un seminario sobre catolicismo, y que, políticamente antiliberal, le pedí a un amigo liberal que enseñara liberalismo. La razón es simple: no voy a reproducir en una instancia contrainstitucional los vicios de la institución. Estoy a favor del debate y no del lavado de cerebro. No deseo crear clones sino oyentes libres que se formen una idea comparando, analizando, confrontando tesis. He buscado una persona capaz de enseñar en la Université Populaire una lectura del Corán, a pesar de no considerar ese libro un breviario republicano ni un manual del iluminismo. Mi concepción libertaria me hace creer que del debate y la confrontación puede surgir una opinión autorizada –lo contrario de lo que piensa y practica la milicia freudiana–. Por mi parte, no tengo la fantasía de convertirme en gurú. No es algo que se pueda decir de todos los que integran en estos tiempos el campo freudiano.
Le crépuscule d’une idole se presenta como una lectura nietzscheana de Freud. ¿Qué quiere decir usted con ello?
Para Nietzsche una filosofía es siempre la confesión autobiográfica de su autor. Esta verdad funciona para él, por supuesto, pero también para todos los filósofos. Ahora bien, Freud fue un filósofo y su producción obedece igualmente a las mismas leyes: ellas constituyen una respuesta válida a las preguntas de Freud, claro, pero seguramente no es una respuesta universal válida para todos los hombres. Por encima del bien y del mal, por encima de todo juicio de valor, yo me propuse desmontar el mito de un Freud científico que descubrió un continente, el inconsciente, como Copérnico descubrió el heliocentrismo o Darwin la evolución de las especies. Freud nunca fue un científico, sino un artista, un escritor, un filósofo. De ahí a hacer de él un genio científico hay un abismo… Lo que hago con Freud, pero también lo hago con todos los filósofos desde hace ocho años en la Université Populaire, es lo que Sartre llamaba “un psicoanálisis existencial”. Dejo en manos del lector creer o no creer en las aserciones pretendidamente científicas de Freud. Por mi parte, yo sitúo a Freud al lado de Nietzsche o de Kierkegaard, autores sin ningún valor científico universal, pero con un valor filosófico individual, subjetivo. Un pensamiento se refuta, no la vida filosófica que lo acompaña: refuto el pensamiento freudiano, pero no la vida filosófica de Freud.

La vida sexual en la Unión Soviética

Álvaro Corazón Rural hace un interesante recorrido por la vida sexual se los soviéticos durante mitad del siglo XX para evidenciar como el sistema político e ideológico tiene una fuerte influencia, no solo en la vida pública sino también en la vida privada de los Homines sapientes. A ontinuación reproducimos unos interesantes apartes de su texto, convencidos de que servirá para reflexionar sobre el papel de la psicología en tiempos de absolutismos y totalitarimos como los que, lejos de desaparecer, han comenzado de nuevo a estar más presentes que nunca en el mundo en que vivimos.

«En la época de Stalin la frigidez femenina era un fenómeno masivo. Conviene recordar a tal fin que la mejor manifestación de feminidad quedaba inmediatamente catalogada como decadente y burguesa. Si una mujer usaba lápiz de labios o se atrevía a lucir prendas abigarradas, ya podía estar segura de sufrir las agresiones verbales de los transeúntes y de tener que presentarse en una reunión de las juventudes comunistas o del sindicato, donde la censuraban. Si a este factor ideológico le añadimos la tradicional docilidad y el aplastamiento de la mujer, comprenderemos cómo ha podido ocurrir que una actitud indiferente con respecto al sexo haya llegado a ser un modelo de comportamiento femenino».

La famosa filósofa y activista francesa Simone de Beauvoir había iniciado una campaña para exigir la liberad del médico endocrinólogo Mijail Stern, miembro del Partido Comunista, condenado a trabajos forzados en un campo de concentración soviético. Estaba acusado de recibir sobornos y envenenar niños (sic), además de no disuadir a su hijo de que emigrara a Israel, como le había pedido el KGB que hiciera. En marzo de ese año fue puesto en libertad y obtuvo permiso para salir de la URSS con su familia. Dos años depés, en París, publicaría su libro sobre la vida sexual en la Unión Soviética.

«La vida sexual en la Unión Soviética no es un análisis como La tragedia sexual americana de Albert Ellis, un trabajo que era el resultado de un estudio metódico de la cultura popular, estadísticas fiables y encuestas a grupos de pacientes. La obra de Stern es un compendio de recuerdos y deducciones sin más rigor científico que el de la propia experiencia de este médico en la URSS. Está, además, escrito desde las tripas. Su autor, que ya soportó la represión estalinista, estaba recién salido de un campo de concentración en los 70, por lo que no le tenía mucha simpatía precisamente al comunismo en ese momento».

Y continúa Corazón más adelante, afirmando:

«Eso sí, antes, hay que tener en cuenta lo que supuso la Revolución rusa. Con los bolcheviques, el país pasó en gran parte de su territorio del feudalismo al desarrollo industrial en un plazo muy breve de tiempo. La mentalidad campesina seguía presente en una población que tenía que demostrar al mundo que estaba formada por hombres de una nueva sociedad. Este proceso, el cambio que se llevó a cabo, se hizo a base de propaganda, adoctrinamiento y represión».

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Asevera el autor que el destape propiamente dicho, no se produjo hasta la llegada de Glasnost de Gorbachov, cuando empezó a circular pornografía libremente, y aparecieron por primera vez desnudos en televisión pero ya había existido entre los rusos ancestrales, una convivencia más o menos normal con el sexo sin una carga exagerada de culpa, como si secedía en las comunidades judiocristianas de la época de principios de siglo.

«El sexo no era considerado como una actividad culpable entre los campesinos rusos. Existían múltiples canciones populares de carácter sexual e incluso fiestas aldeanas donde se llegaba a relaciones libres entre ambos sexos. Tampoco estaban mal vistas en algunos casos las relaciones preconyugales. Pero todo en el contexto de una sociedad patriarcal y machista hasta el extremo.

El domostroi, una especie de regla de vida doméstica del siglo XVI, recomendaba al marido azotar a la mujer, evitando en la cabeza o las partes sensibles del cuerpo. Pegar a una mujer una realidad tan corriente que incluso algunas canciones populares lo enaltecían.

«Cuando llegó la ruptura, durante los primeros meses de la revolución leninista, en los años 20, hubo un periodo de locura colectiva. La subversión política y económica, con el hundimiento de las instituciones tradicionales, llegaba también de la mano de un deseo de liberación sexual. Hubo manifestaciones de nudistas. Se crearon ligas del amor libre. La juventud estaba exaltada.

El malestar entre los dueños del cotarro tampoco tardó en notarse. Había un problema que superaba incluso el disgusto de los campesinos y sus formas de vida tradicionales: el dominio de la población y el mencionado cambio al “hombre nuevo”. Desde el poder, empezaron a llegar señales conservadoras con, por ejemplo, la definición de la sexualidad desde una óptica ideológica:

Sentir atracción sexual por un ser que pertenezca a una clase diferente, hostil y moralmente ajena, es una perversión de índole similar a la atracción sexual que se pudiera sentir por un cocodrilo o un orangután. (ZalkindRevolución y juventud, 1925)».

La medicina oficial soviética comenzó a repetir con obstinación que el despertar sexual de la mujer se daba después de nacer el primer hijo cuya incongruente afirmación no pretendía remediar la frigidez uq ehbá comenzado a aparecer, sino más bien estimular la natalidad decreciente, lo que era un grave problema para el crecimiento industrial y económico de la nueva nación.

«Los hijos tenían que ser pioneros, prestarle juramento al régimen, y el padre un dechado de virtudes “hiperproletarias” que “no hace apenas el amor y suele relegar incluso el amor platónico a un mañana mejor”. Amar a tu media naranja era egoísmo propio del pasado reaccionario. La pareja, la familia, se asentaba en el amor al radiante porvenir.

Los roles, por ridículos que pudieran parecer, se mantenían con la intervención del Estado en todos los órdenes de la vida mediante la delación. Había cónyuges que se denunciaban entre sí. A un niño que denunció a su padre durante la colectivización, Pavlik Morozov, se le levantaron estatuas por todo el país. Los vínculos familiares y el occidental amor romántico pasaron a ser un engendro de relaciones ideológicas y “amor de clase” bastante poco realista con las pulsiones humanas».

 

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Pero al igual que en los barrios marginales de las ciudades Latinoamericanas, un punto determinante para explicar las dificultades que experimentaba la vida sexual de los soviéticos era el problema del acinamiento en la vivienda. Durante muchos años la mayoría de la población de las ciudades compartía apartamentos donde, en cada habitación, residía una familia entera. Esto acarrea claras dificultades para los encuentros íntimos. Las parejas tenían que buscar el momento en el que los abuelos se iban de paseo con los nietos para sostener relaciones sexuales.

«Los cementerios, los parques y los taxis, a cambio de una botella de vodka para el conductor, se convirtieron en los picaderos habituales de las parejas menos doblegadas por la propaganda y el adoctrinamiento sexual.

Al mismo tiempo, muchos ciudadanos tenían miedo de las apariciones nocturnas de la policía en los domicilios. Un pánico que, si les había tocado alguna vez, no olvidaban jamás. Stern detectó que este estado de ansiedad había llevado a la impotencia a muchos hombres. Y en las mujeres, frigidez. Incluso un síntoma curioso, que los músculos vaginales experimentaran una contracción súbita al más mínimo sobresalto durante el acto y la pareja se quedaba “pegada”.

Además, con este panorama, los manuales médicos soviéticos más acreditados recomendaban sexo no más de una vez al día y con una duración tampoco superior a un minuto. Gustarse haciendo el amor podía causar problemas mentales, advertía la medicina de aquel tiempo. Por no haber, no existía ni traducción para la palabra “orgasmo”, se decía un triste y proletario “terminar”.

Besarse en la calle equivale a cometer una porquería. Permitirse fantasías eróticas en las técnicas sexuales supone convertirse en adepto del marques de Sade. Prolongar la duración del acto sexual es jugar con fuego y arriesgarse a los más graves trastornos neuróticos.

De este modo, varias generaciones de soviéticos vivieron sin intimidad, con la tensión propia de un estado policial y martilleados por la propaganda, desconocíeron prácticamente todo sobre su cuerpo y la salud sexual y reproductiva. Un acontecimiento no poco significativo para la vida de millones de personas, que padecieron la desaparción casi total de su intimidad, a manos de un régimen totalitario, que en aras del amor común, acabo no solo con las expresiones del amor de pareja sino también con las del mismo amor comunitario que pregonaba.

 

Llinás encontró la droga contra el Alzhéimer, solo falta la patente

Llinás encontró la droga contra el Alzhéimer, solo falta la patente
Por: Margarita Vidal para la Revista Credencial

La reina de España entregó esta semana el IV Diploma Cajal al investigador neurólogo bogotano Rodolfo Llinás por su contribución a las neurociencias y sus aportaciones al conocimiento del funcionamiento cerebral. El presidente del Consejo Superior español de Investigaciones Científicas, Emilio Lora-Tamayo, calificó al investigador colombiano de “una de las figuras más relevantes de la neurociencia actual” y recordó que el centro que preside ya decidió otorgarle el pasado año su máxima distinción, la Medalla de Oro.

Son pocas las entrevistas que el científico Rodolfo LLinás concede a los medios, y esta es una de las más recientes, publicada originalmente en la revista Credencial. Llinás cuenta cómo está a un paso de ganarle la batalla al Alzhéimer.

¿Ha hecho nuevos descubrimientos después de los publicados en el cerebro y el mito del yo?
Desde el punto de vista del sistema nervioso hemos encontrado una llave importantísima en neuropsiquiatría: lo que hemos llamado ‘disritmia en el tálamo cortical”. Estoy organizando un simposio internacional al respecto, porque reúne la neurología y la siquiatría y le da bases biológicas a muchas enfermedades que no se pensaba que estuvieran relacionadas. Ha sido una situación muy complicada porque la gente no estaba preparada para entender que psiquiatría y neurología son lo mismo. A muchos les parece increíble que uno pueda entender, desde el punto de vista de la actividad celular, cosas como la depresión, la esquizofrenia y cuestiones más complejas como el dolor central o un tinnitus, que es espantoso. Estas situaciones son estados funcionales de un cerebro que no está trabajando bien. La diferencia entre un tinnitus, un dolor central y la depresión no es el mecanismo que los produce, sino dónde se producen. El mecanismo es muy similar y se puede ver dónde está. Esto ha sido muy importante porque demuestra que pensar, crear, memorizar y todas las patologías son simplemente estados funcionales del cerebro. Es un concepto que le resulta chocante a muchos porque, de algún modo, se está negando lo que se ha considerado algo así como ‘el alma’.

¿Entonces el alma como la entendemos, no existe?
-No. Es un estado funcional del cerebro, pero el tema todavía resulta difícil de digerir para mucha gente. La respuesta que muchos dan es: “Bueno, sí, si usted lo dice… pero no entiendo bien cómo un estado funcional del cerebro se puede modular o corregir mediante la palabra” (el psicoanálisis es hablado y la gente se mejora). Y yo les contesto que las palabras cambian el cerebro.

¿En qué forma?
-Si yo le digo a una persona que es ‘malnacida’, responde agresivamente. Entonces, las palabras son como piedras; pueden hacer bien o daño, porque cambian el estado funcional del cerebro.

¿Es porque producen emociones?
-Exactamente, las emociones se pueden correlacionar. Antes se pensaba que no, y la realidad es que sí: yo puedo ver en el cerebro cuando alguien está bravo, triste o con dolor. Pero a la gente le resulta profundamente complejo y difícil de aceptar que la mente ―que era casi intocable― se reduce a una situación ‘cuchareable’, y su conclusión temerosa es: “Solamente hay dos posibilidades: que el paciente esté bien o que esté mal. Si está bien, no ha pasado nada porque no hubo necesidad de tratamiento. Pero si está mal, ¿qué hacemos nosotros? Lo que usted nos está diciendo es que estamos aplicando un sistema que no es”.

¿Se sienten corriendo un riesgo?
-Pensaban que estaban corriendo un riesgo hasta que les conté lo que he entendido y, además, que tengo las primeras imágenes que se han visto en el mundo del cerebro en medio de ese proceso. Ejemplo: si una persona que tiene una depresión va a donde el psiquiatra y el psiquiatra le hace una sesión de psicoterapia, el cerebro cambia y la persona se siente bien. Ese cambio es medible físicamente con un magneto-encefalograma.

¿Cómo se representa?
La actividad cerebral cambia según la clase de actividad osciladora: palabras, música, olores, ruidos, etc. El magneto-encefalograma registra zonas de diferentes tonalidades en determinados sitios del cerebro. Entonces podemos demostrar que las emociones son estados físicos que ponen a la gente a vibrar. Se ha abierto una puerta profunda: podemos ver la actividad cerebral y debemos analizarla sin prejuicios. Antes se auscultaba el cuerpo y se diagnosticaba: cáncer, tuberculosis, sida. Ahora hemos llegado a la misma posibilidad con el estado cerebral y podemos ver si el tratamiento está sirviendo o no. Es una revolución.

¿Cree que este descubrimiento es el más grande de su carrera como investigador?
-Eso solamente la historia lo dirá, pero estos resultados son secundarios, derivados de otros, obtenidos hace varios años ya.

¿Cuáles?
-Que el cerebro tiene ritmos intrínsecos dados por canales iónicos. El cerebro humano, producto de 500.000 años de evolución, es un sistema capaz de hacer hipótesis sobre lo que hay afuera. Un aparato para soñar, y los sueños ocurren de dos maneras, cuando estamos dormidos y durante la vigilia. No es fácil de entender cuando uno dice que no hay colores, ni sabores, ni olores, etc., indicando que la característica sensorial la inventamos nosotros.

¿Me da un ejemplo?
-Una vaca no ve colores, y si uno es daltónico tampoco ve colores, o sea que los colores no existen afuera, lo que existen son ondas de luz que tienen diferentes frecuencias.

La Reina Sofía de España le entregó el IV Diploma Cajal por su contribución a las neurociencias y sus aportaciones al conocimiento del funcionamiento cerebral.

La Reina Sofía de España le entregó el IV Diploma Cajal por su contribución a las neurociencias y sus aportaciones al conocimiento del funcionamiento cerebral.

¿Por qué evolucionó el cerebro humano?
-Para poder movernos inteligentemente. Si no nos movemos, no necesitamos cerebro. Por ende las plantas no tienen cerebro. Los seres multicelulares pueden cambiar de tamaño, pueden cambiar de complejidad, pero si pensamos en la biología, las células multicelulares en los animales son iguales, porque tenemos el mismo ADN, las mismas proteínas, las mismas enzimas. Quiere decir que la evolución está creando diferentes posibles soluciones.

¿Cómo cambia eso nuestra concepción de la biología?
-Hemos hecho la historia de la biología basada en la forma externa del animal; ¿por qué no rehacerla en una forma más profunda, basados en el cerebro, en vez de en las tonterías que observamos externamente? De esta manera podríamos intentar entender el estado funcional del animal mismo. Nunca le he dicho a nadie esto, pero significa que vamos a reformular la biología basada en la complejidad del sistema nervioso y no en el número de plumas, pelos, dientes, alas, etc.

Un ejemplo, por favor.
-Si uno mira un murciélago, piensa que es un ratón que vuela, pero si mira su cerebro ve que la diferencia es enorme porque el cerebro del murciélago tiene una cantidad de características que el de la rata no tiene. Pero eso se develará en el futuro porque no tenemos suficiente conocimiento del cerebro como para poder hacer una reorganización de la historia de la biología, basada en su estructura, pero ya se hará. En la medida en que entendamos más que las características prominentes de la anatomía no son necesariamente el común denominador más amplio, vamos a entender más. Es un factor importantísimo porque lo que entendemos de la naturaleza, de lo que somos, de las enfermedades, de la política, de la música y de lo que usted quiera, tiene que ver con el tipo de cerebro y lo que este hace.

Si uno mira uno de sus magneto-encefalogramas del cerebro, ¿dónde se ubican las emociones como ira, dolor, amor y nostalgia?
-El cerebro humano es sumamente interesante; tenemos una masa más o menos de kilo y medio, de un sistema que ha evolucionado de tal modo que tiene especialidades como la parte de adelante que es intelectual, o la parte de atrás, que es sensitiva. Está el área del hipocampo y del hipotálamo, y una pequeña: las emociones, que son sumamente primitivas y por eso cuando estamos emocionados nos convertimos también en animales primitivos.

¿En el hombre ha crecido más la parte frontal, la inteligencia?
-Sí, desde el punto de vista de afinar la vista y el tacto, el equilibrio, la audición, el olfato, etc. La corteza cerebral analiza todos esos aspectos y aumenta las propiedades de lo que está en el centro. Entonces tenemos inteligencia emocional, para distinguir, por ejemplo, lo que nos gusta de lo que no, y experimentar una enorme cantidad de emociones y habilidades diferentes. Un pájaro canta pero solamente puede cantar una melodía porque tiene un sistema cerebral muy sencillo; el humano puede componer cualquier clase de música, de modo que tiene la capacidad de especificar grados de medición, de sensaciones y, además, de realizar movimientos que a cualquier otro animal le quedaría imposible hacer. Es decir, tiene una destreza increíble.

¿Somos una especie de micos evolucionados?
-Somos simiescos, antropoides, a tal nivel, que las proteínas y la genética son muy similares. Pero nosotros somos animales que nos hemos especializado en complejidad y hemos desarrollado el lenguaje y la ciencia, la música y la arquitectura, en fin. Pero a pesar de eso, seguimos siendo esclavos de las emociones.

¿En qué forma y por qué?
-Porque lo intelectual no tiene valor en sí mismo si no se acopla con un componente emocional. Si usted es científico y encuentra algo nuevo, experimenta un placer increíble, pero si le echan vainas por lo que dice, sufre casi como si le dieran un palazo en la cabeza. Entonces, personas que no tienen competencia emocional son orates. No funcionan. Y si esa área se daña, la persona no se mueve, no porque esté paralizado, sino porque se convierte en autista, pierde el deseo de moverse. La gente cree que la emoción es estar con rabieta, enamorado, nostálgico… pero no es verdad: el estado emocional es el que hace que la gente se levante, camine, hable o no hable. Que funcione.

Pasando a otro tema, ¿qué son enfermedades como el Alzheimer?
-Lo que ha pasado con el Alzheimer es muy interesante porque ya sabemos cómo funciona y que hay drogas que pueden mejorar ciertos tipos de la enfermedad. Lo que hay que hacer ahora es un estudio mucho grande.

García Márquez escribió el prólogo del libro El cerebro y el mito del yo de Llinás.

García Márquez escribió el prólogo del libro El cerebro y el mito del yo de Llinás.

¿Usted está dispuesto a hacerlo?
-No, porque lo que sigue ahora es una parte netamente económica y a eso no le jalo. No tengo el tiempo. Cuatrocientas personas es un buen universo, pero quieren más. Hice la investigación, sé exactamente qué está pasando, cuál es el mecanismo y dije: “Aquí está la droga”. No lo hemos publicado todavía porque estamos haciendo la patente. Luego viene el tema de quién va a fabricar la droga, quién la va a vender, si será tomada, o en parche, en fin, cosas que ya no son de mi resorte.

Lo fundamental es que ya hay una solución para el Alzheimer.
-Sí, descubrimos el mecanismo por el cual se produce. De pronto la manera ideal de mejorar la enfermedad no es solamente la droga que nosotros tenemos, sino que es una de muchas posibles.

¿Qué es lo que pasa en el cerebro con el Alzheimer?
-A muy grandes rasgos, una proteína especifica se fosforiliza, se vuelve tóxica y entonces no se mueven las cosas dentro de las células. Puede pasar por muchas razones, pero el punto de ataque va a ser siempre el mismo y es que una molécula final se vuelve tóxica. Si impedimos eso, no hay Alzheimer.

¿Y usted cómo descubrió eso?
-Pensando, analizando y trabajando el problema.

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