Los recuerdos y la imaginación

“Un importante aspecto del recuerdo es que una vez almacenado, cuando se evoca para traerlo de nuevo a la conciencia, por lo general, sufre importantes modificaciones que alteran su contenido al punto de hacer por momentos dificil reconocer entre lo que creemos que sucedió, o se dijo, y lo que realmente fue”.

La memoria funciona de manera extraña. Es el fruto de miles de años de evolución y no esta diseñada para guardar recuerdos de forma literal sino conveniente. Su importancia radica en la capacidad que asigna al individuo para sobrevivir y no en la de ganar exámenes o recitar versos y números por doquier.

La forma en que almacenamos la información se origina en el núcleo del cerebro, llamado hipotálamo, donde almacenamos la información a corto plazo, para luego fijarse en la corteza cerebral a largo plazo, de acuerdo con la frecuencia con la que recurrimos a ésta y el contexto en que es almacenada.

No será lo mismo memorizar una fórmula matemática para alguien que la vió un par de veces antes de una evaluación en el colegio que para un ingeniero que la usa todos los días en su trabajo. También hay ocasiones en que que no necesitamos mucha frecuencia para fijar un recuerdo pues la emoción del momento, positiva o negativa, tiene un poderoso efecto.

El psicólogo Daniel Kahneman, premio Nobel de economía en el 2002, y sus colegas, han demostrado que el modo en que recordamos una experiencia depende de cómo nos afecta dicha experiencia en su momento más álgido y como termina. Así que entre una experiencia desagradable que dura un minuto y una igualmente desagradable que dura dos pero termina bien, posiblemente tengamos un recuerdo menos negativo de la segunda a pesar de que la molestia duró el doble.

Empero todos hemos escuchado casos de prodigios que son capaces de recordar con pasmosa exactitud una escena, un número o una fecha. Es precisamente por eso que son excepcionales y sus características muchas veces representan más un problema que una ventaja.

Un importante aspecto del recuerdo es que una vez almacenado, cuando se evoca para traerlo de nuevo a la conciencia, por lo general, sufre importantes modificaciones que alteran su contenido al punto de hacer por momentos dificil reconocer entre lo que creemos que sucedió, o se dijo, y lo que realmente fue.

Posiblemente convenga tratar de recordar este particular aspecto del recuerdo, valga la redundancia, la próxima vez que estemos discutiendo sobre lo que alguien mencionó o sobre lo que sucedió, en vez de ensartarnos en discusiones bizantinas en las que se hace practicamente imposible reconocer entre lo acontecido y lo imaginado.

Sobre la pena de muerte y/o la cadena perpetua para asesinos y violadores de niños

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Por estos días el dolor y la desesperanza han vuelto a campear por nuestro país invitados por el cruel asesinato del pequeño Luis Santiago Lozano a manos de un par de sicarios fleteados por su propio padre, Orlando Pelayo. Con el ánimo de conjurar esta amarga realidad, que por cierto no es nueva, se han alzado numerosas voces pidiendo la pena de muerte o, por lo menos, la cadena perpetua para criminales de esta talla.

Desde el Senado de la República, el Concejo de Medellín y los medios de comunicación se ha venido liderando, de un tiempo para acá (con mayor fuerza desde el programa del caso Garavito expuesto por “Pirry” en el canal RCN), una cruzada popular en pro de la prisión perpetua o la pena capital para los violadores y/o asesinos de niños, proponiendo un referendo con el fin de reformar la Constitución nacional en sus artículos 11 y 34 que tratan sobre la inviolabilidad de la vida y la prisión perpetua respectivamente.

A riesgo de parecer indolente ante tan deplorables acontecimientos, debo decir que no creo que la pena de muerte ni la cadena perpetua tengan un efecto significativo sobre este tipo de conductas. El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Academia Americana de Psiquiatría (DSM-IV) define este tipo de comportamientos, asesinato y violación, como “un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás que se presenta desde la edad de 15 años”.

Habría que analizar caso por caso pero no creo que sea demasiado aventurado afirmar que muchos de estos violadores y asesinos, de niños o no, pueden padecer una alteración de la conducta llamada Trastorno antisocial de la personalidad, que consiste básicamente en la búsqueda de la propia satisfacción sin importar el costo material o psicológico que ello pueda ocasionarle a los demás y sin que asome el menor remordimiento.

Por ello se afirma que la gran mayoría de los violadores y abusadores no se redimen ante las penas o los castigos y que vuelven a cometer esta clase de horrores. Entonces, si la gran mayoría de violadores y abusadores no se redimen ¿qué sentido tiene endurecer la pena para tratar de evitar el delito? Y si como sociedad decidimos eliminar a este tipo de personas ¿cómo podremos estudiar a fondo estos casos para evitar que situaciones similares sigan presentándose?

Algunos pueden argumentar que es precisamente para evitar que estos sujetos incorregibles queden en libertad que debería aplicársles la pena de muerte o la cadena perpetua. Ante esta otra posición se puede afirmar que es un hecho que con el paso de los años estos personajes ya no ofrecen el peligro del que se les acusa y por el cual estarían confinados a la reclusión. No tendría consistencia jurídica que un abuelo de 80 ó 90 años permanezca en prisión por ser una amenaza para la sociedad como violador o asesino, claro que aún falta investigación en este aspecto.

La psicología, la psiquiatría, la neurología, la sociología y el derecho tienen todavía mucho que aprender y proponer en estos casos, si las propuestas basadas en la pena de muerte y la cadena perpetua, las dejan. Se muestra claro que estas alternativas de incremento de penas no lograrán atacar la raíz del problema, y lo que es peor, ni siquiera tendrán efectos significativos sobre la frecuencia y la intensidad de la actuación indeseable.

Esta es una invitación a pensar con calma y eficacia y no con prisa y apasionamiento. Este tipo de «soluciones» por lo general no conducen a mejores horizontes de largo plazo ni para los niños ni para nadie y sólo alimentan un debate mediático y político que sirve para que unos cuantos canales aumenten su rating y un puñado de servidores públicos hagan su festín electoral a partir del dolor y la desventura ajenas. Lo cual además de ser verdaderamente indolente y perverso, debería ser sancionado. Eso sí, no con la pena de muerte ni con la cadena perpetua.

¿Qué tan malos son los malos sentimientos?

“Lo que sentimos como seres humanos no apareció de la noche a la mañana. Debe ser el resultado de millones de años de evolución de la vida en el planeta. Lo más probable es que alguna razón deba tener el que ciertas circunstancias desencadenen en nosotros ciertos sentimientos”.

Que fulanito es un envidioso, que aquella es muy rencorosa, que menganito como es de bravo o que peranita no es sino miedosa. Cada día está lleno de diatribas y elucubraciones sobre lo indeseables que nos parecen los sentimientos propios, a veces, o los ajenos, casi siempre. Pero ¿alguna vez nos hemos preguntado qué tan malos son y cuál puede ser el origen de éstos?

Algunas personas piensan que realmente deberían desterrarse estos sentimientos de nuestras vidas para poder vivir en paz y que su origen estaría en la indeseable corrupción del alma humana que produce la sociedad y/o las influencias de fuerzas oscuras que propenden por la condenación del género humano. Opiniones respetables desde luego, pero los psicólogos evolucionistas, o evolutivos, pensamos otra cosa.

Pensamos que los «malos sentimientos» no son tan malos y que su origen se remonta a cientos de miles de años atrás en los que tales afecciones del ánimo tenían una función fundamental para la supervivencia. Mejor dicho, la envidia, el rencor, la agresividad o la ansiedad, solo por citar algunos ejemplos, deben haber llegado hasta nuestros días por cumplir alguna función adaptativa ya que de otro modo seguramente habrían desaparecido o muy pocas personas los poseerían.

Si los «malos sentimientos» no tuvieran alguna importancia para la vida, tampoco sería fácil encontrar similitudes al respecto en otros animales. Y si bien no todos los animales elaboran las emociones como sentimientos, si podemos rastrear su génesis en muchos animales que le roban la presa a sus congéneres (envidia), guardan memoria de sus enemigos (rencor), reaccionan con rabia ante amenazas aparentemente insignificantes (agresividad) o hacen del miedo una forma de vida (ansiedad).

Las emociones brotan espontáneas como si fueran agua. No pueden contenerse fácilmente. Sentimos rabia, alegría, tristeza o miedo dependiendo de las circunstancias así tratemos de disimularlas. A algunos puede parecerles malo sentir lo que sentimos, valga la redundancia, o contrario a toda idealización de lo que debemos ser como humanos. Desafortunadamente algunas veces el costo de esta idealización termina dando como resultado enfermedades mentales como los trastornos de ansiedad, la manía o la depresión.

Lo anterior no quiere decir que siempre sea deseable hacer caso pleno a tales emociones y sentimientos dándole un puño en la cara al primero que nos saque la piedra pues la vida de hoy dista bastante de la que llevaban nuestros ancestros en la selva o la llanura. Pretende ser más bien un llamado a que reconozcamos que esas sensaciones que experimentamos son normales y hacen parte de lo que somos. Sin ellas no habríamos llegado hasta donde estamos, con todo lo bueno o lo malo que nos parezca. De poco sirve tratar de luchar contra nuestra propia naturaleza y darnos golpes de pecho por lo que sentimos debido a que es precisamente eso lo que nos hace verdaderamente humanos.

Padres condicionados por sus hijos

Muchos padres de familia creen que reprender a sus hijos es perjudicial para su estabilidad emocional. La verdad no se sabe que tan perjudicial es hacerlo pero lo que si se sabe, a ciencia cierta, es lo perjudicial que es dejar de hacerlo.

Es alarmante como cada vez es mayor el número de padres de familia que dejan de reprender las conductas inapropiadas de sus hijos por temor a causarles algún “trauma psicológico”.  Estos progenitores se ven abrumados e impotentes ante las pataletas, insultos y, en ocasiones, hasta golpes de sus propios hijos sin lograr encontrar una alternativa que les permita marcar un limite sano y claro a esta clase de comportamientos.

El conocimiento popular de la psicología ha llevado a que se hable mucho de ella y se conozca poco, haciendo que las más de la veces se interpreten equivocadamente sus principales postulados. En el caso de la pautas de crianza infantil se ha creído que colocar límites y normas al comportamiento de los pequeños, es fuente de problemas emocionales que marcarán el resto de sus vidas, volviéndolos seres humanos infelices y frustrados. Craso error.

Los seres humanos somos una especie especial en términos de aprendizaje. Tenemos un cerebro que no termina de formarse hasta muy avanzada nuestra adolescencia, al contrario de muchos otros animales que nacen con casi todas sus capacidades comportamentales y cognitivas formadas. De hecho, debido a nuestro cerebro nacemos con casi un año de anticipación en términos de desarrollo evolutivo, ya que sería imposible pasar por el canal de parto de la madre con el tamaño de la cabeza que tiene un niño normal de 12 meses.

Este cerebro viene equipado con un repertorio inmenso de conductas innatas pero también provee la posibilidad de aprender muchas otras, e incluso modificar, en parte, algunas de las innatas. Es por ello que cuando somos infantes necesitamos de la ayuda y la guía de miembros mayores, como papá y mamá, para cuidarnos y enseñarnos a sobrevivir.

Parte de esta sobrevivencia implica aprender a reconocer las normas y saber acatarlas. Algo que no siempre es cómodo o gustoso pero que es necesario para desarrollarse como persona y hacer parte de la civilización de la cual dependemos; obviamente sin caer en reglamentaciones excesivas y sin sentido. La norma establece un principio de regulación que permite anticipar consecuencias y fundamenta el desarrollo de la inteligencia en el niño.

La naturaleza misma nos ha dotado con un lóbulo frontal de mayor índice que el de las demás especies, en el cual parecen ubicarse el control de la regulación y la prospección de nuestros actos, lo que nos ha dado una considerable ventaja para enfrentarnos al mundo; aunque nuevos estudios parecen demostrar que este control también puede tener su origen en estructuras cerebrales más primitivas lo que implicaría que el origen de la regulación de los impulsos no seria un patrimonio exclusivo del Homo sapiens.

Cuando un niño hace una pataleta, enfrenta a su padre a un experimento involuntario en el que el pequeño evalúa el tipo de respuesta que obtiene de su progenitor al mejor estilo del conductismo clásico. Si el niño descubre que su estimulo genera la respuesta deseada continuará emitiéndolo recurrentemente controlando de esta manera el comportamiento de sus padres que cada vez se verán en mayor desventaja a medida que el pequeño gana en poder.

Si los padres quieren modificar este tipo de actitudes y de posición, deben dejar de temerle a las pataletas o insultos de sus hijos, demostrándoles que esa forma de proceder no producirá los efectos esperados. La actitud debe ser calmada y de cierta indiferencia ante la conducta pues de lo contrario el pequeño descubrirá que aunque no logra lo que se propone si logra descomponer a sus padres.

Los niños necesitan normas claras que les permitan aprender a leer los contextos y a comportarse de acuerdo a la ocasión, que les enseñen a regular sus comportamientos en aras de sus objetivos y que les posibiliten reconocerse a si mismos en los demás. De lo contrario deberemos acostumbrarnos a nuevas generaciones que considerarán que pueden tomarlo todo por derecho propio y que nada vale la pena.

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