¿Por qué las mujeres adoran los chicos malos?

Por Marta Orrantia – Fotos: Hernán Puentes

Las mujeres, por razones que todavía ningún científico han logrado descifrar, adoran a los malos. Los tipos demasiado buenos las hacen bostezar y las hacen decir mentiras piadosas para esconderse de ellos. Este texto de Marta Orrantia trata de resolver ese particular enigma femenino, mientras tanto, Juliana Galvis decidió ir mucho más allá y se acostó con el diablo.

«A las mujeres hay que tratarlas bien, porque si no se enamoran de uno», decían por ahí cuando yo estaba empezando la adolescencia. A lo largo de los años constaté que es cierto. Salí con mujeriegos, borrachos, vagos y vividores. Lo que me atraía de ellos era esa perpetua cara de tortura, la ceja levantada y la promesa de una aventura nueva cada día.

Me gustaban los mechudos de barba de tres días; los tacaños que jamás invitaban porque siempre -según ellos- estaban pelados, pero al mismo tiempo estrenaban camisa diaria; los abusivos que me pedían plata prestada para irse de viaje (y no me llevaban); los que me regalaban «una canción» o «la luna» cuando estaban en plan romántico, en lugar de darme un disco o una noche en la playa.

Gracias a ellos, aprendí a escribir cartas de amor. Lloré en el hombro de vecinos más buenos, pero más aburridos que mis patanes enamorados. Me aguanté los regaños de mis papás y salí a escondidas a encontrarme con esos tipos «prohibidos», que uno no le puede presentar a su tía abuela porque le da un soponcio.

Pero esa no soy sólo yo. Desde que el mundo es mundo, en la realidad y en la literatura, las mujeres se han enamorado de quien no les conviene. De aquel hombre contra el que su mamá -seguramente con algo de conocimiento de causa- siempre le advirtió. Pongamos el ejemplo de la muy elegante y femenina Lady Marian, enamorada del patán de Robin Hood. Me imagino a sus papás diciéndole: «Ese tipo es un ladrón. No respeta la autoridad. Es un borracho que pasa el día entero con sus amigotes y ni siquiera tiene casa propia. ¡Vive en un bosque, Marian! ¿Qué te puede ofrecer?». Pero ella, la más terca, les responde que no, que el tipo es bueno, que tiene cualidades como que les reparte todo a los pobres, que es generoso, es el mejor en su oficio, tiene buena puntería, y que si tiene un defecto pues ella lo va a cambiar.

Porque esa es otra. Nosotras pensamos que los vamos a cambiar. Que a nuestro lado los malos del mundo se volverán mansas palomas. Mentira. La única que logró la hazaña -ya demasiado tarde, por cierto- fue doña Inés, la enamorada eterna de otro maloso: Don Juan. Semejante sinvergüenza, y ella, una dama, convencida de que el tipo iba a dejar sus andanzas. Paciente, tontarrona y sumisa, Inés esperó a que éste se volviera bueno y cuando finalmente recapacitó, lo mataron.

Pero dejemos la ficción a un lado. El prototipo de malo no es un personaje inventado, sino un hombre de carne y hueso: James Dean. A todas nos gusta la chaqueta de cuero, la moto, el mechón, la imagen de rebeldía, el vive-al-reviente que pregonaba este tipo y que se volvió el amor platónico de las mujeres incluso muchos años después de que se mató por ir a toda en un carro, cumpliendo a cabalidad la frase que adoptó del también actor John Derek: «Live fast, die young» (vive rápido, muere joven).

Como él, muchos malos nos han hecho suspirar: Fonzy, el de Happy Days; Mickey Rourke, el de Nueve semanas y media; Marlon Brando y tantos otros actores, viejos y jóvenes, con actitud displicente y un gusto por hacer sufrir a su nena. Pero no sólo famosos caben en la lista. Cualquier mujer puede insertar aquí al amor de su vida, su traga de adolescente, el tipo aquel de los ojos verdes que perdió todos los años en el colegio y que tenía una voz bonita, el que le propuso matrimonio y luego no volvió a llamar.

La explicación no se considera tan sencilla como parece. No es sólo el gusto por lo prohibido lo que nos llama la atención. Resulta cierto que eso nos atrae. Parte de esa atracción por los hombres malos consiste en una rebeldía adolescente que nos obliga a buscar al tipo que va a hacer que al papá se le pongan los pelos de punta, que nos va a obligar a experimentar cosas nuevas y que nos va a enseñar sobre «LA VIDA». Pero no es del todo cierto. La cosa va más allá.

Y va tan más allá que existen psicólogos y expertos dedicados a pensar en el tema. Incluso, como los gringos hacen estudios de todo, también existen estudios sobre este comportamiento, que ellos llaman la triada oscura, y que básicamente describe a un tipo a lo James Bond (otro de nuestros amores platónicos de la ficción): narcisista, arriesgado y manipulador. Según uno de los estudios, hecho por el científico Peter Jonason, de la Universidad de Nuevo México, las mujeres se sienten atraídas por los hombres que son vanidosos y egoístas, que buscan a diario nuevas experiencias y son impulsivos (una característica que también se asocia con sicópatas) y que les gusta engañar y manipular (conocido también como maquiavelismo).

¿Por qué? Según el doctor Jonason, las mujeres confunden estas características con masculinidad, y -ahí es donde entra el darwinismo- por eso piensan que tienen más posibilidades que los hombres del común para engendrar hijos sanos.

Eso quiere decir que buscamos a ese tipo de hombres por puro instinto, pero ¿qué pasa cuando por fin le metemos cabeza a la cosa? Porque sería comprensible si la leona escoge al león más melenudo, el que ruge más duro, el que le casca a los otros leones, para procrear con él, pero las mujeres tenemos algo más que hormonas rondando por ahí, y en algún momento hay que pensar: ¿Será que este vago mechudo bueno para nada, celoso y maltratador, es el hombre de mi vida? ¿Estoy haciendo lo correcto por mí y por mis futuros hijos?

Las respuestas también están en otro estudio gringo, esta vez del profesor David Schmitt, de la Universidad de Bradley, en Illinois. Schmitt hizo una investigación con 35.000 personas de 57 países, y si bien encontró que los hombres que exhibían las características de la «triada oscura» en general tenían más éxito con las mujeres, también encontró que ese éxito se traduce en cortos romances y no en relaciones a largo plazo.

Para aprender eso, la mayoría de las mujeres -yo incluida- no necesitamos estudios sino experiencia. Los malos son divertidos, sí, pero hay un punto en el que tanta aventura cansa. Lo de uno es permanecer. Llámenlo también instinto, pero las mujeres, tarde o temprano, nos aburrimos de tantas sorpresas y preferimos a los hombres predecibles, buenos, tranquilos, así sean un poco sosos. Lo que los gringos llaman el «nesting», o sea, el hacer el nido, requiere un compañero que también ponga de su parte y no de un demente errático con quien no sabemos qué encontrar cada noche: ¿una fiesta?, ¿una pelea?, ¿una cena romántica?, ¿un juego de póquer?

O sea, que los tipos buenos se quedan con las mujeres al final del día. No con todas, claro. Existe el tipo de boba que se deja maltratar y vuelve con el rabo entre las piernas, como aquella historia de una mujer en la costa cuyo marido casi la mata, y luego de abandonarlo y aparecer con la cara deforme en todos los medios de comunicación, volvió con él. ¿Por qué? Ahí tal vez son ellas las del problema.

Lo cierto es que, si quieren levantar viejas, hay que dejar de abrir puertas, de regalar flores, de decir piropos y de pagar la cuenta. Hay que dejar de llamarlas al día siguiente, nunca expresar sus sentimientos, dejar de sonreír y de ser predecibles, y empezar a manejar como corredores de F1.

Un hombre que quiera enloquecer a las mujeres debe olvidar las reglas básicas de la caballerosidad. Debe hacerlas sufrir en pequeñas dosis con peleas inventadas, celos infundados y espectáculos teatrales en los que él hace el papel de deprimido y ella intenta a toda costa consolarlo, hasta que por fin él descubre que lo único que lo haría feliz sería un regalo costoso.

Si quiere que una mujer se enamore de usted, componga una canción bien triste, empiece a fumar como una chimenea y a emborracharse como una cuba, póngase un tatuaje misterioso y jamás cuente su origen, clávese un arete en la ceja o en la lengua y déjese crecer el pelo.

Pero al mismo tiempo, si quiere conservarla, haga justamente todo lo contrario. Como los hombres dicen, ¿quién entiende a las mujeres? Todas tienen el diablo adentro.

Fuente: Revistadonjuan.com

Psiquiatras ‘versus’ psicoanalistas

Por: Pablo Correa

Los fármacos que revierten enfermedades mentales y los descubrimientos de las neurociencias han puesto contra la pared al psicoanálisis. ¿Podrá sobrevivir?
Pilar Hernández y Henry García
Foto: Luis Ángel

Pilar Hernández, docente de la Facultad de Psiquiatría de Sanitas, y Henry García Moncaleano, de la Universidad del Bosque.

El premio Nobel de Medicina Peter Medawar dijo en algún momento que el psicoanálisis era “un producto terminal como un dinosaurio o un zepelín, y uno de los hitos más tristes y extraños del pensamiento del siglo XX”. Neurólogos, neurocientíficos y millares de psiquiatras matriculados en las escuelas biológicas creen que es tiempo de darle sepultura a un modelo de pensamiento y una práctica que no ha representado una verdadera ayuda para los pacientes con enfermedades mentales.

Pero lo cierto es que el psicoanálisis parece inmune a todas estas críticas y sigue gozando de gran aceptación. Henry García Moncaleano, médico psiquiatra y psicoanalista, docente coordinador del posgrado de psiquiatría de la Universidad del Bosque, y Pilar Hernández, directora científica de la Asociación Colombiana de Bipolares, psiquiatra de Sanitas y docente adscrita de la Facultad de Psiquiatría de Sanitas, se sentaron frente a frente para analizar esta disputa.

¿Es cierto que los psiquiatras están divididos entre los que creen que el origen de todas las enfermedades mentales es biológico y los que insisten en modelos teóricos como el psicoanálisis?

Henry García: la psiquiatría es una rama de la medicina. En Colombia un médico tiene que estudiar tres años para obtener su título de psiquiatra. Por otro lado, el psicoanálisis, que implica un modelo de comprensión, surge más de lo psicológico y no necesariamente lo ejerce un médico o psiquiatra. Estamos hablando de cosas diferentes.

Pilar Hernández: la psiquiatría es el estudio de las enfermedades mentales que tienen su origen en alteraciones biológicas. Por lo tanto, debemos tener en cuenta que si algo no está funcionando en el organismo debemos darle un tratamiento. Que muchos pacientes saquen provecho de tratamientos psicológicos, como los psicoanalíticos, cognitivo conductuales, es cierto porque los ayuda a empoderarse de la situación, a tener adherencia al tratamiento, a resolver mejor sus conflictos.

¿Pero los psiquiatras más ortodoxos de las escuelas biológicas no ven con desconfianza a los que todavía defienden el psicoanálisis?

Hernández: lo que sí es claro, Henry, es que hubo un real cambio cuando aparecieron los medicamentos. ¿O dime cómo el psicoanálisis mejoraba el pronóstico? En este momento encontramos que con los nuevos medicamentos son pacientes que tienen mejor calidad de vida, menos recaídas, menos episodios sintomáticos.

García: hoy es muy difícil que alguien no diga que en la génesis de la enfermedad hay factores biológicos, psicológicos, sociales y culturales. Si mi hermano idéntico, gemelo, sufre depresión mi riesgo puede aumentar al 50 ó 60%. Eso demuestra que hay factores genéticos. ¿Pero el otro 50%? Ahí está inmerso lo cultural, lo psicológico.

Uno de nuestros columnistas, Klaus Ziegler, basado en el libro Le Livre noir de la psychanalyse decía que Freud no fue sólo un escritor seductor sino un genio de la propaganda, que consiguió convencer al mundo de sus teorías, aunque carecen por completo de respaldo empírico y sin efecto terapéutico demostrable.

García: Indiscutiblemente Freud ha sido muy atacado. Evaluar las cosas de la historia una vez han ocurrido es difícil. Posiblemente sus tratamientos no encuadrarían en las reglas del psicoanálisis de hoy. Pero la pregunta es, ¿criticar a Freud es criticar al psicoanálisis? Después de él vinieron muchas personas que estudiaron y continuaron desarrollando las ideas. Hernández: más que criticar a Freud, yo criticaría la larga estancia de un paciente sintomático sin una evolución satisfactoria. Vemos pacientes que llevan 10 años en psicoanálisis sin encontrar una solución. Y también vemos una codependencia del analista. Pacientes que los ven cuatro veces a la semana y no son capaces de tomar sus propias decisiones.

¿Cuáles son los límites del psicoanálisis? ¿Cuándo usarlo y cuándo no?

García: Sigmund Freud nunca planteó que no existiera un sustento biológico de lo que ocurre en lo psicológico. Él se dio cuenta de que el psicoanálisis no era para todo el mundo. El psicoanálisis es un método que te va a permitir algunas cosas. No puede haber una garantía. Es lento. Dispendioso. Y tristemente es costoso. A través de la palabra va a surgir eso que buscamos dentro de nosotros, el paciente va a encontrar conexiones que puedan explicar sus conflictos, ansiedades, angustias, fracasos amorosos, laborales y aun en lo sexual.

Hernández: pienso que el psicoanálisis no debe involucrar a los pacientes que tengan una enfermedad mental. Estoy convencida de que hay que tratarla desde el orden biológico sin olvidar el orden psicológico. Creo que el debate no es si el psicoanálisis está en contravía de la psiquiatría. Hay pacientes para cada tipo de terapia y hay terapeutas para cada paciente.

Estamos comenzando a ver el surgimiento de pastillas para la memoria, vacunas contra las adicciones, ondas para estimular zonas del cerebro y cambiar comportamientos, ¿no son todas pruebas de que los factores biológicos son más poderosos?

Hernández: creo que uno no puede ser tan positivista y pensar que todo lo vamos a encontrar en los aspectos genético y celular. Antes de tener una depresión o esquizofrenia tengo un nombre y una historia de vida que me hace reaccionar de una forma. No nos podemos olvidar de eso. Cuando apareció Prozac se decía que habíamos encontrado la pastilla de la felicidad. Y nos hemos dado cuenta de que ha ayudado a unos pacientes, pero no a otros. No podemos cambiar personalidades a punta de pastillas.

García: los avances en las neurociencias son muchos. Por US$1.000 hoy también puedes tener tu genoma. Listo. Lo tienes. ¿Con eso puedes actuar sobre la expresión de tus genes? ¿O el hecho de saber que hay un mal funcionamiento de una vía dopaminérgica, de alguna región del cerebro, va a desestimar  la importancia de lo humano, de las relaciones tempranas entre mamá y bebé?

Hernández: pensemos en un paciente con un trastorno obsesivo compulsivo con síntomas psicóticos y que llega a un analista que no es psiquiatra. ¿Esta persona está entrenada para decirle que necesita un tratamiento farmacológico? Lo que uno muchas veces ve es que son pacientes que han ido durante muchos años al psicoanalista y nunca fueron diagnosticados.

García: yo te preguntaría, ¿todas las cosas de la vida son psiquiátricas? ¿Todas son de medicación? Los conflictos de la vida te pueden parecer de medicación, pero hay muchas alternativas para mejorar. ¿Cuántos pacientes de nosotros posiblemente se mejoraron por su asistencia juiciosa a un grupo de amigos o por pertenecer a una Iglesia Cristiana? Muchos mejoran hablando, entendiendo su historia pasada.

Hernández: ¿Pero a una persona que tiene un trastorno obsesivo compulsivo lo formulas?

García: tocas algo puntilloso. El psicoanálisis es un tratamiento muy particular. No es para todo el mundo. Como médico puedes caer en la tentación de no esperar a que lo psicológico actúe, sino que termines dando medicación.

Hernández: pero cuando tenemos un paciente que se lava las manos 50 veces al día, que ya tiene una dermatitis de tanto hacerlo, ¿cuánto tiempo esperas a que el análisis haga efecto?

García: se puede combinar una psicoterapia con medicamentos y seria esencial. Por supuesto los medicamentos son coadyuvantes. En psicoanálisis lo ideal es no medicación.

Woody Allen dijo: “Llevo quince años de análisis, le concedo otros dos a mi analista y luego me voy a Lourdes”. ¿Qué le diría como psicoanalista?

García: le diría a Woody Allen que el hecho de que haya construido esa frase tan profunda y tan buena significa que el análisis le ha ayudado bastante.
El libro negro del psicoanálisis

El filósofo e historiador de la ciencia Mikkel Borch-Jacobsen y el psicoanalista Jacques van Rillaer recopilaron una variedad de ensayos en contra de las teorías freudianas en un volumen titulado Le Livre noir de la psychanalyse.

Uno de los casos que analizan los expertos es el de la más famosa paciente de Sigmund Freud, el de Ana O., cuyo verdadero nombre era Bertha Pappenheim. Aunque Freud aseguró que había conseguido curar a Bertha de sus síntomas histéricos, los registros hospitalarios de la época demostraron que ella tuvo que ser hospitalizada en repetidas ocasiones.

Un recién nacido no es una hoja en blanco

Steven Pinker, de 54 años, puede parecer una estrella del rock, pero en realidad es un explorador del lenguaje. Entre las frases y la sintaxis, Pinker busca pistas –que él llama “madrigueras de conejo”– que le lleven hacia lo más profundo de nuestro cerebro. Durante más de un cuarto de siglo ha investigado en centros como el Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT) y las Universidades de Stanford y Harvard, donde actualmente es profesor de Psicología. Sus libros han sido finalistas del prestigioso Premio Pulitzer en dos ocasiones, tanto por su valor científico como por su extraordinaria amenidad, ya que ilustra sus ideas con diálogos de cine, fragmentos de novela e incluso tiras cómicas.

En uno de los más populares, La tabla rasa (2002), Steven Pinker argumenta que al nacer el cerebro no es una hoja en blanco que será escrita por la cultura y la experiencia, sino que viene programado con muchos aspectos de nuestro carácter, incluido el talento. En otras palabras, la naturaleza humana está determinada por la selección natural. No es sorprendente que las ideas de Pinker hayan estado en el centro de algunos acalorados debates. No hace mucho, defendió a Lawrence Summers, ex presidente de la Universidad de Harvard, quien apuntó a las diferencias de género innatas como posible explicación para la escasez de mujeres en las ciencias. Por supuesto, el respaldo de Pinker alimentó aún más la polémica.

De muchas maneras diferentes, el último libro de Pinker El mundo de las palabras. Una introducción a la naturaleza humana –publicado en España por la editorial Paidós–, intenta demostrar que nuestro pensamiento, nuestra manera de interpretar la realidad, se basa en unos pocos conceptos clave. Hemos hablado con él de este y otros temas en su oficina de la Universidad de Harvard.

– Ha dicho usted que cuando creció en la comunidad judía de Montreal estaba rodeado por fervientes adeptos a todo tipo de filosofías políticas, y que continuamente se entablaban guerras entre lenguajes e ideas. ¿Esto ha influido en sus esfuerzos por describir los patrones universales del pensamiento que subyacen bajo el lenguaje?

– Ciertamente, hizo que me interesara por esos grandes temas de la naturaleza humana. Pero definitivamente quise estudiarlos de una manera profunda, no al nivel de charla de sobremesa. Así que me introduje en la psicología cognitiva.

– En su libro más vendido, La tabla rasa, usted argumenta que la mente infantil no es una vasija vacía que la sociedad puede llenar con los valores y comportamientos que prefiera, sino que más bien nacemos con ciertas predisposiciones genéticas. ¿Por qué cree que estas ideas resultan tan controvertidas?

–Considerar a las personas como organismos biológicos puede resultar inquietante por muchas razones. Una de ellas es la posibilidad de la desigualdad. Si la naturaleza humana es una tabla rasa, entonces todos somos iguales por definición. Pero si consideramos que la naturaleza determina nuestras cualidades, entonces algunas personas pueden estar mejor dotadas que otras, o con cualidades distintas a los demás. Quienes están preocupados por la discriminación racial, de clase o sexista preferirían que la mente fuese una tabla rasa, porque entonces sería imposible decir, por ejemplo, que los hombres son significativamente diferentes a las mujeres. Yo sostengo que no debemos confundir nuestro legítimo rechazo moral y político a prejuzgar a un individuo en función de una categoría con la reclamación de que la gente es biológicamente indistinguible o que la mente de un recién nacido es una hoja en blanco.

El segundo miedo es el de quebrar el sueño de la capacidad de perfeccionamiento del género humano. Si los niños fueran tablas rasas, podríamos modelarlos para que fuesen el tipo de gente que queremos que sean. Pero si nacemos con ciertos instintos y rasgos innobles, como la violencia y el egoísmo, entonces los intentos de reforma social y mejora del ser humano podrían ser una pérdida de tiempo. Yo defiendo que la mente es un sistema muy complejo con muchas partes, y que se puede hacer trabajar a unas partes del cerebro en contra de las otras. Por ejemplo, los lóbulos frontales, con su habilidad para empatizar y anticipar las consecuencias de nuestras decisiones, pueden anular los impulsos egoístas o antisociales. Hay, pues, campo de acción para la reforma social.

Y en tercer lugar, está el temor al determinismo, a la pérdida del libre albedrío y la responsabilidad personal. Pero es un error considerarlo así. Porque incluso si no existe un alma separada del cerebro que influye de algún modo sobre el comportamiento –e incluso si no somos nada más que nuestros cerebros–, es indudablemente cierto que hay partes de la mente responsables de las consecuencias potenciales de nuestros actos, es decir, responsables de las normas sociales, para premiar, castigar, creer o culpar.

– En El mundo de las palabras dedica un capítulo a los términos malsonantes y las diferencias culturales en este campo lingüístico.

–Creo que soltar tacos es a la vez tan ofensivo y tan atractivo porque permite pulsar los botones emocionales de la gente, y especialmente sus botones emocionales negativos. Las palabras llevan una carga emocional que el que escucha procesa involuntariamente. No puedes escuchar un vocablo sólo como un mero sonido; siempre evoca un significado y una emoción asociada en el cerebro. Por eso las palabras nos pueden servir de sonda para conocer el cerebro de otras personas. Con ellas, podemos manejar sus resortes emocionales a nuestro antojo.

Y además está el hecho de que el contenido de los insultos y los tacos varía a través de la historia y de una a otra cultura. El denominador común entre todos ellos es una emoción negativa, pero la cultura y el tiempo determinan de qué emoción se trata: repulsa ante las secreciones corporales, temor a lo divino, o repugnancia hacia las perversiones sexuales. A esto hay que añadir una segunda cuestión, y es que uno reconoce cuándo otra persona está tratando de evocar esa emoción negativa, a la vez que sabes que tu interlocutor sabe que tú te estás dando cuenta de sus intenciones. En gran parte, te ofende por eso. La elección de las palabras importa: no es lo mismo decir “joder”, que es obscena, que “copular”, aunque ambas se refieran a la misma acción. Uno sabe que cuando alguien usa «copular» habla de la copulación, pero si usa “joder”, está intentado que pierdas la compostura. De nuevo topamos con la pragmática.

– Asegura que estudiando ciertos aspectos de la adquisición del leguaje por los niños –concretamente, investigando cómo aprenden a usar verbos– usted cayó, como Alicia, en un mundo oculto donde podía observar las estructuras cognitivas más profundas. ¿Qué vio usted en ese país de las maravillas?

– En este aspecto es importante imaginar cómo los niños aprenden a usar verbos simples para poner las cosas en su sitio; verbos como “llenar”, “echar”, “cargar” o “salpicar”, que implican movimiento de algo a alguna parte. El problema era cómo explicar la manera en que un niño pequeño, sin conocimientos previos sobre el funcionamiento de un idioma concreto y que no va a recibir lecciones sobre cómo usar las palabras en determinadas circunstancias, aprende lo que significan las palabras y las frases en las que se pueden emplear. Nosotros, los adultos, por ejemplo, diremos «llena el vaso de agua» pero no «llena el agua dentro del vaso», aunque entendemos perfectamente el significado de la frase. Diremos «echa el agua dentro del vaso» pero no «echa el vaso con agua». La segunda versión es razonable, pero no suena bien. Sin embargo, con un verbo como “cargar” podemos decir tanto «cargar el heno en el vagón» como «cargar el vagón con heno».

Así que tienes un verbo que toma el contenedor como objeto directo, uno que toma el contenido como dicho objeto, y el tercero que puede funcionar de ambas maneras. ¿Cómo se las apañan los niños para acertar casi siempre desde el principio? La respuesta es que aprenden diferentes maneras de formular una misma situación. Si yo me acerco al fregadero y el vaso acaba lleno, puedo pensar en una actividad como hacerle algo al agua –es decir, causando que entre en el vaso– o hacer algo al vaso –provocando que cambie de estado de vacío a lleno–. Por eso, “llenar” y “echar” tienen comportamientos diferentes. Si la acción más simple, como poner agua en un vaso, puede ser formulada de esas dos maneras, con diferentes consecuencias en términos de cómo usamos las palabras, eso sugiere que uno de los dos talentos fundamentales de la mente es enmarcar cada situación de múltiple modos. El debate y el desacuerdo puede surgir cuando dos personas –o una persona en diferentes ocasiones– interpretan el mismo evento de diversas maneras. “Echar agua” frente a “llenar un vaso” es un matiz inofensivo, pero decir “invadir Irak” frente a “liberar a Irak”, o «confiscar bienes» frente a «redistribuir recursos» tiene consecuencias más importantes. Esta facultad sugiere limitaciones a nuestra racionalidad; por ejemplo, que podemos ser vulnerables a falacias en el razonamiento o a la corrupción de nuestras instituciones.

– Huey Newton, cofundador del partido Panteras Negras en los años 60, dijo una vez: «El poder es la habilidad para definir los fenómenos». ¿No está eso justo en la línea de muchas de sus observaciones?

– Efectivamente. Las palabras son medios para tratar de cambiar la forma de pensar de la gente, pero existe algo objetivo sobre lo que quieres cambiar sus opiniones. No estamos simplemente atrapados en un mundo del lenguaje. Tomemos «invadir Irak» frente a «liberar Irak», dos maneras distintas de enmarcar la misma acción militar. No obstante, existe un hecho que no podemos obviar: si la mayoría de la población rechazaba el régimen anterior y da la bienvenida al nuevo, o viceversa. Entonces, ambas interpretaciones no son ni mucho menos equivalentes: una es más cierta o válida que la otra. aunque tú puedas escoger una formulación antes que la otra para convencer a la gente de que crean una cosa en vez de la otra, eso no significa necesariamente que una interpretación sea tan cierta o tan válida como la otra. Es importante entender el gran poder del lenguaje, pero no se debe sobreestimar.

– Usted dice que el lenguaje pone de manifiesto nuestras limitaciones, pero también ha insistido en que puede mostrarnos un camino para salir de ellas. En este sentido, su superhéroe lingüístico es la metáfora.

– En realidad tengo dos superhéroes. Uno es la metáfora y el otro la combinatoria. Mediante la metáfora transferimos y transformamos maneras de pensar que proceden de acciones muy concretas, como echar agua, tirar piedras o cerrar un cajón atascado. Podemos filtrar su contenido y usarlas como estructuras abstractas para razonar acerca de otras realidades. Por ejemplo, usamos gráficos para comunicar relaciones matemáticas como si fueran líneas y superficies en el espacio. De hecho, gran cantidad del lenguaje científico es metafórico. Hablamos de código genético, donde código originalmente significaba “clave”. También nos referimos al modelo planetario como si este se distribuyera de manera similar Sol y los planetas. Construimos las metáforas con elementos concretos y las empleamos para representar conceptos abstractos.

Cuando juntamos el poder de las metáforas con la naturaleza combinatoria del lenguaje y el pensamiento, somos capaces de crear un número prácticamente infinito de ideas, incluso aunque estemos equipados con un inventario finito de conceptos y relaciones. Yo creo que es el mecanismo que usa la mente para razonar sobre conceptos abstractos el como ajedrez o la política, que no son físicos ni tienen una relevancia obvia para la reproducción y la supervivencia de nuestra especie. También puede permitirnos –a través de las palabras de un escritor hábil, por ejemplo– habitar en la consciencia de otra persona.

– Sostiene que las metáforas y la combinatoria deberían ser claves de nuestra educación, que deberíamos ser estimulados para pensar y usar el lenguaje de un modo que promueva nuestro desarrollo y productividad. ¿Por qué?

–Tenemos que explotar la capacidad de la mente para comprender las cosas de manera familiar y luego aplicarlas a nuevas ideas y áreas de pensamiento. Pero hay que tener en cuenta sus límites, decirnos a nosotros mismos: “esto es como aquello desde esta perspectiva pero no desde otra”. Así, por ejemplo, la selección natural se parece a un ingeniero porque los órganos de los animales están diseñados para desempeñar ciertas funciones, pero no lo es en el sentido de que no tiene previsión a largo plazo. Las analogías pueden dar elementos de comprensión, pero también conducir hacia conclusiones falaces si no se usan con cuidado. Hecha esta salvedad, la percepción de las semejanzas y las conexiones están detrás de innumerables en ciencias, artes, y otros muchos campos.

–¿No cree que la mayor parte de la educación es justo lo contrario de lo que usted describe? Mucha gente piensa que debería ser un tipo de adoctrinamiento en las ideas convencionales de nuestra sociedad.

–Para mí es clave explotar el pequeño germen de motivación compartido por todos, que consiste en averiguar cómo funcionan las cosas, saber la verdad y no permitir que nos engañen. ¿Si no nos gusta que nos mientan, ni en nuestra vida privada ni en los negocios, por qué querrías que lo hicieran sobre el origen de la vida o el destino del planeta? Creo que las instituciones que promueven la búsqueda de la verdad, como la ciencia, la historia y el periodismo, se dirigen a fortalecer en buena medida ese músculo de la realidad. Hay otras parte de la mente que militan en contra, como la que se preocupa por cómo nos vemos a nosotros mismos y cómo nos ven los demás. Ese autoengaño hace que queramos proyectar una imagen más positiva al mundo, ya sea verdadera o no. Se trata de una tendencia intrínseca, conocida por la psicología social como sesgo de autoservicio o efecto lago Wobegon –una ciudad ficticia creada en un show radiofónico estadounidense, donde todo el mundo parece estar por encima de la media–. Casi todo el mundo cree estar por encima de la media en algún rasgo positivo. –o el grupo al que pertenecen–.

– ¿Hay algún tipo de investigación científica o intelectual a la que se sienta especialmente cercano?

–Sí, todo lo que me haga sentir que hay algo profundo y misterioso sucediendo bajo la superficie. He pasado 20 años investigado sobre los verbos regulares e irregulares, no porque sea un amante obsesivo del lenguaje, sino porque me parecía que explotaban una distinción fundamental en el procesamiento del lenguaje: entre la memoria y la computación dirigida por reglas. La intuición me dice que, aunque no entienda aún el asunto, e incluso aunque ignore si la respuesta va a llegar, hay algo importante que no seré capaz de responder a menos que comprenda muchas cosas sobre la mente a un nivel muy profundo.

Mi atención sobre la elección de verbos regulares o irregulares se debía a la sensación de que aquello podría revelar algo sobre la computación mental. Todos estos años estudiándolos nos han conducido a la idea de que este sistema optimiza el uso de los conceptos humanos y la formulación cognitiva, en otras palabras, el material del que están hechos los pensamientos. Si llegases a comprender realmente por qué el verbo «llenar» difiere del verbo «verter» y ambos son distintos del verbo «cargar», habrías penetrado en los patrones más profundos del pensamiento humano.

Es el fenómeno al que yo llamo «madriguera de conejo»: sólo percibimos una pequeña abertura, pero algo muy rico, profundo, importante y misterioso late bajo la superficie.

Fuente: Muyinteresante.es

Richard Dawkins explica la evolución del ojo (en inglés)

Este es un buen ejemplo de cómo funciona la evolución, trabajando sobre lo que ya se tiene y no sobre lo óptimo. Sería posible diseñar un mejor ojo que el nuestro pero la naturaleza no funciona como si diseñara sus creaciones desde cero y con una intención de perfección.