Sobre la pena de muerte y/o la cadena perpetua para asesinos y violadores de niños

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Por estos días el dolor y la desesperanza han vuelto a campear por nuestro país invitados por el cruel asesinato del pequeño Luis Santiago Lozano a manos de un par de sicarios fleteados por su propio padre, Orlando Pelayo. Con el ánimo de conjurar esta amarga realidad, que por cierto no es nueva, se han alzado numerosas voces pidiendo la pena de muerte o, por lo menos, la cadena perpetua para criminales de esta talla.

Desde el Senado de la República, el Concejo de Medellín y los medios de comunicación se ha venido liderando, de un tiempo para acá (con mayor fuerza desde el programa del caso Garavito expuesto por “Pirry” en el canal RCN), una cruzada popular en pro de la prisión perpetua o la pena capital para los violadores y/o asesinos de niños, proponiendo un referendo con el fin de reformar la Constitución nacional en sus artículos 11 y 34 que tratan sobre la inviolabilidad de la vida y la prisión perpetua respectivamente.

A riesgo de parecer indolente ante tan deplorables acontecimientos, debo decir que no creo que la pena de muerte ni la cadena perpetua tengan un efecto significativo sobre este tipo de conductas. El Manual Diagnóstico y Estadístico de los Trastornos Mentales de la Academia Americana de Psiquiatría (DSM-IV) define este tipo de comportamientos, asesinato y violación, como “un patrón general de desprecio y violación de los derechos de los demás que se presenta desde la edad de 15 años”.

Habría que analizar caso por caso pero no creo que sea demasiado aventurado afirmar que muchos de estos violadores y asesinos, de niños o no, pueden padecer una alteración de la conducta llamada Trastorno antisocial de la personalidad, que consiste básicamente en la búsqueda de la propia satisfacción sin importar el costo material o psicológico que ello pueda ocasionarle a los demás y sin que asome el menor remordimiento.

Por ello se afirma que la gran mayoría de los violadores y abusadores no se redimen ante las penas o los castigos y que vuelven a cometer esta clase de horrores. Entonces, si la gran mayoría de violadores y abusadores no se redimen ¿qué sentido tiene endurecer la pena para tratar de evitar el delito? Y si como sociedad decidimos eliminar a este tipo de personas ¿cómo podremos estudiar a fondo estos casos para evitar que situaciones similares sigan presentándose?

Algunos pueden argumentar que es precisamente para evitar que estos sujetos incorregibles queden en libertad que debería aplicársles la pena de muerte o la cadena perpetua. Ante esta otra posición se puede afirmar que es un hecho que con el paso de los años estos personajes ya no ofrecen el peligro del que se les acusa y por el cual estarían confinados a la reclusión. No tendría consistencia jurídica que un abuelo de 80 ó 90 años permanezca en prisión por ser una amenaza para la sociedad como violador o asesino, claro que aún falta investigación en este aspecto.

La psicología, la psiquiatría, la neurología, la sociología y el derecho tienen todavía mucho que aprender y proponer en estos casos, si las propuestas basadas en la pena de muerte y la cadena perpetua, las dejan. Se muestra claro que estas alternativas de incremento de penas no lograrán atacar la raíz del problema, y lo que es peor, ni siquiera tendrán efectos significativos sobre la frecuencia y la intensidad de la actuación indeseable.

Esta es una invitación a pensar con calma y eficacia y no con prisa y apasionamiento. Este tipo de «soluciones» por lo general no conducen a mejores horizontes de largo plazo ni para los niños ni para nadie y sólo alimentan un debate mediático y político que sirve para que unos cuantos canales aumenten su rating y un puñado de servidores públicos hagan su festín electoral a partir del dolor y la desventura ajenas. Lo cual además de ser verdaderamente indolente y perverso, debería ser sancionado. Eso sí, no con la pena de muerte ni con la cadena perpetua.

¿Qué tan malos son los malos sentimientos?

“Lo que sentimos como seres humanos no apareció de la noche a la mañana. Debe ser el resultado de millones de años de evolución de la vida en el planeta. Lo más probable es que alguna razón deba tener el que ciertas circunstancias desencadenen en nosotros ciertos sentimientos”.

Que fulanito es un envidioso, que aquella es muy rencorosa, que menganito como es de bravo o que peranita no es sino miedosa. Cada día está lleno de diatribas y elucubraciones sobre lo indeseables que nos parecen los sentimientos propios, a veces, o los ajenos, casi siempre. Pero ¿alguna vez nos hemos preguntado qué tan malos son y cuál puede ser el origen de éstos?

Algunas personas piensan que realmente deberían desterrarse estos sentimientos de nuestras vidas para poder vivir en paz y que su origen estaría en la indeseable corrupción del alma humana que produce la sociedad y/o las influencias de fuerzas oscuras que propenden por la condenación del género humano. Opiniones respetables desde luego, pero los psicólogos evolucionistas, o evolutivos, pensamos otra cosa.

Pensamos que los «malos sentimientos» no son tan malos y que su origen se remonta a cientos de miles de años atrás en los que tales afecciones del ánimo tenían una función fundamental para la supervivencia. Mejor dicho, la envidia, el rencor, la agresividad o la ansiedad, solo por citar algunos ejemplos, deben haber llegado hasta nuestros días por cumplir alguna función adaptativa ya que de otro modo seguramente habrían desaparecido o muy pocas personas los poseerían.

Si los «malos sentimientos» no tuvieran alguna importancia para la vida, tampoco sería fácil encontrar similitudes al respecto en otros animales. Y si bien no todos los animales elaboran las emociones como sentimientos, si podemos rastrear su génesis en muchos animales que le roban la presa a sus congéneres (envidia), guardan memoria de sus enemigos (rencor), reaccionan con rabia ante amenazas aparentemente insignificantes (agresividad) o hacen del miedo una forma de vida (ansiedad).

Las emociones brotan espontáneas como si fueran agua. No pueden contenerse fácilmente. Sentimos rabia, alegría, tristeza o miedo dependiendo de las circunstancias así tratemos de disimularlas. A algunos puede parecerles malo sentir lo que sentimos, valga la redundancia, o contrario a toda idealización de lo que debemos ser como humanos. Desafortunadamente algunas veces el costo de esta idealización termina dando como resultado enfermedades mentales como los trastornos de ansiedad, la manía o la depresión.

Lo anterior no quiere decir que siempre sea deseable hacer caso pleno a tales emociones y sentimientos dándole un puño en la cara al primero que nos saque la piedra pues la vida de hoy dista bastante de la que llevaban nuestros ancestros en la selva o la llanura. Pretende ser más bien un llamado a que reconozcamos que esas sensaciones que experimentamos son normales y hacen parte de lo que somos. Sin ellas no habríamos llegado hasta donde estamos, con todo lo bueno o lo malo que nos parezca. De poco sirve tratar de luchar contra nuestra propia naturaleza y darnos golpes de pecho por lo que sentimos debido a que es precisamente eso lo que nos hace verdaderamente humanos.

Padres condicionados por sus hijos

Muchos padres de familia creen que reprender a sus hijos es perjudicial para su estabilidad emocional. La verdad no se sabe que tan perjudicial es hacerlo pero lo que si se sabe, a ciencia cierta, es lo perjudicial que es dejar de hacerlo.

Es alarmante como cada vez es mayor el número de padres de familia que dejan de reprender las conductas inapropiadas de sus hijos por temor a causarles algún “trauma psicológico”.  Estos progenitores se ven abrumados e impotentes ante las pataletas, insultos y, en ocasiones, hasta golpes de sus propios hijos sin lograr encontrar una alternativa que les permita marcar un limite sano y claro a esta clase de comportamientos.

El conocimiento popular de la psicología ha llevado a que se hable mucho de ella y se conozca poco, haciendo que las más de la veces se interpreten equivocadamente sus principales postulados. En el caso de la pautas de crianza infantil se ha creído que colocar límites y normas al comportamiento de los pequeños, es fuente de problemas emocionales que marcarán el resto de sus vidas, volviéndolos seres humanos infelices y frustrados. Craso error.

Los seres humanos somos una especie especial en términos de aprendizaje. Tenemos un cerebro que no termina de formarse hasta muy avanzada nuestra adolescencia, al contrario de muchos otros animales que nacen con casi todas sus capacidades comportamentales y cognitivas formadas. De hecho, debido a nuestro cerebro nacemos con casi un año de anticipación en términos de desarrollo evolutivo, ya que sería imposible pasar por el canal de parto de la madre con el tamaño de la cabeza que tiene un niño normal de 12 meses.

Este cerebro viene equipado con un repertorio inmenso de conductas innatas pero también provee la posibilidad de aprender muchas otras, e incluso modificar, en parte, algunas de las innatas. Es por ello que cuando somos infantes necesitamos de la ayuda y la guía de miembros mayores, como papá y mamá, para cuidarnos y enseñarnos a sobrevivir.

Parte de esta sobrevivencia implica aprender a reconocer las normas y saber acatarlas. Algo que no siempre es cómodo o gustoso pero que es necesario para desarrollarse como persona y hacer parte de la civilización de la cual dependemos; obviamente sin caer en reglamentaciones excesivas y sin sentido. La norma establece un principio de regulación que permite anticipar consecuencias y fundamenta el desarrollo de la inteligencia en el niño.

La naturaleza misma nos ha dotado con un lóbulo frontal de mayor índice que el de las demás especies, en el cual parecen ubicarse el control de la regulación y la prospección de nuestros actos, lo que nos ha dado una considerable ventaja para enfrentarnos al mundo; aunque nuevos estudios parecen demostrar que este control también puede tener su origen en estructuras cerebrales más primitivas lo que implicaría que el origen de la regulación de los impulsos no seria un patrimonio exclusivo del Homo sapiens.

Cuando un niño hace una pataleta, enfrenta a su padre a un experimento involuntario en el que el pequeño evalúa el tipo de respuesta que obtiene de su progenitor al mejor estilo del conductismo clásico. Si el niño descubre que su estimulo genera la respuesta deseada continuará emitiéndolo recurrentemente controlando de esta manera el comportamiento de sus padres que cada vez se verán en mayor desventaja a medida que el pequeño gana en poder.

Si los padres quieren modificar este tipo de actitudes y de posición, deben dejar de temerle a las pataletas o insultos de sus hijos, demostrándoles que esa forma de proceder no producirá los efectos esperados. La actitud debe ser calmada y de cierta indiferencia ante la conducta pues de lo contrario el pequeño descubrirá que aunque no logra lo que se propone si logra descomponer a sus padres.

Los niños necesitan normas claras que les permitan aprender a leer los contextos y a comportarse de acuerdo a la ocasión, que les enseñen a regular sus comportamientos en aras de sus objetivos y que les posibiliten reconocerse a si mismos en los demás. De lo contrario deberemos acostumbrarnos a nuevas generaciones que considerarán que pueden tomarlo todo por derecho propio y que nada vale la pena.

Hermanos y amantes

“Los sicólogos evolucionistas afirman que entre los humanos, además de la prohibición cultural que inhibe y aun penaliza la relación incestuosa, existe otra que llevamos programada en nuestro material genético, que se manifiesta como desinterés sexual por aquellos individuos de sexo contrario con quienes convivimos en íntima asociación durante la primera infancia”.

Por: Antonio Velez*

Las relaciones incestuosas no parecen ser un buen negocio biológico, de otra manera no serían tan abundantes las especies vivas que lo evitan. Hasta las plantas, tan indiferentes a todo lo emocional, se han inventado estrategias para evitar el incesto de mayor grado, la autofecundación, o yo con yo, dado que en la misma flor cohabitan órganos masculinos y femeninos. El intercambio sexual cruzado lo dejan a los insectos, y pagan el servicio con néctar de alto contenido calórico y esencias perfumadas.

Existen dos buenas razones para evitar la endogamia: aumentar la variabilidad genética de la población y disminuir el alto riesgo de aparición de taras en la progenie cuando se mezclan genomas muy parecidos. En este último caso son comunes el albinismo, algunos tipos de cegueras, sordomudez, deficiencias cognitivas, tartamudez y  enanismo (Henry Toulouse Lautrec era enano, sus dos abuelas eran hermanas y sus padres, primos).

Los sicólogos evolucionistas afirman que entre los humanos, además de la prohibición cultural que inhibe y aun penaliza la relación incestuosa, existe otra que llevamos programada en nuestro material genético, que se manifiesta como desinterés sexual por aquellos individuos de sexo contrario con quienes convivimos en íntima asociación durante la primera infancia, y que es por completo independiente del parentesco genético. Por tal motivo la mayoría de las familias normales conviven en cierta paz sexual y no terminan los hermanos convertidos en amantes. Y por eso el mismo Dios, si le creemos a Moisés, no incluyó en sus diez mandamientos ninguna prohibición relacionada con el incesto.

Lo ocurrido en Alemania recientemente parece un argumento de telenovela de las cinco de la tarde: Patrick y Susan llevan una relación de pareja de la cual han resultado cuatro hijos: Eric, Sahra, Nancy y Sophia, dos de ellos con cierto tipo de discapacidad cognitiva. Lo anormal de la historia es que se trata de dos hermanos, que para defender su amor y la tutela de sus hijos están luchando para que se despenalice el incesto en Alemania.

La telenovela comenzó cuando Annemarie, por motivos económicos, dio a Patrick, su primogénito, en adopción a una familia que vivía en Berlín, mientras que ella residía en Sajonia, antigua Alemania Oriental. Siete años más tarde nació Susan. Cualquier día, ya mayor de edad, Patrick decidió visitar a su madre y de paso conocer a su hermana. La visita se prolongó y el primogénito se instaló definitivamente en casa de su madre, quien seis meses después de este cambio sufrió un infarto, pasó a mejor vida y dejó a los dos hermanos compartiendo la vivienda. Fue amor a primera vista, sin el desencanto que produce la convivencia íntima y cercana durante la primera infancia. Del encanto resultó Eric. Pero no podía faltar un moralista entrometido que llevara el chisme a las autoridades: Patrick fue condenado por incesto, aunque no tuvo que pagar la condena usual de tres años, como sanciona el código penal alemán, por ser primera vez. A Susan, menor de edad, le quitaron el bebé y lo dieron en adopción. Las relaciones peligrosas continuaron y de ellas resultaron dos niñas: Sahra y Nancy, que fueron también retiradas de la custodia materna. Al romeo incestuoso le costó esta segunda aventura diez meses de prisión. El amor se impuso al miedo y nació Sophia –quien vive con Susan–, lo que significó dos años más de prisión para el fértil enamorado. Ahora Patrick y Susan luchan, con toda razón, por disfrutar de su amor y por que les sean devueltos los tres hijos mayores.

Los defensores de la penalización aducen que el incesto conduce a niños tarados en una tasa mayor que la normal. Los defensores de la despenalización aseguran que no se hace justicia pues ni a las mujeres mayores de 50 años (propensas a gestar mongólicos) ni a las personas con retraso mental se les prohíbe tener hijos, siendo similares los riesgos. Tampoco se prohíbe la relación entre individuos con herencia de esquizofrenia, ni con otras terribles taras mentales. Si la justicia quiere ser justa, o se prohíbe a todos o a ninguno.

Tranquiliza saber que Francia, Bélgica, Holanda, Portugal y Turquía se han mostrado civilizados y ya han despenalizado el incesto. Como en Colombia ya se despenalizó el aborto, ¿qué esperamos para el incesto?

*Matemático y divulgador científico. Autor, entre otros, de los libros Del big bang al Homo sapiens y Homo sapiens.

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