Sobre el libro Con una sola pierna, de Oliver Sacks

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
La historia comienza luego de que el autor sufre la fractura se su pierna izquierda, huyendo de un toro en las montañas noruegas, viéndose enfrentado a la necesidad de moverse para encontrar ayuda y luego para recuperarse en medio de la incomprensión del personal médico y de enfermería respecto a la pérdida de percepción y control sobre su extremidad inferior, conocido como síndrome de Pützl.

Oliver Sacks es un autor sui generis pues navega entre el género científico y el literario, en lo que algunos han dado en llamar, creo yo con bastante acierto, novela neurológica. Nunca nos repondremos de su partida definitiva el año pasado, a los 82 años, debido a un cáncer de hígado, pues sus libros han permitido que el público neófito se acerque con mayor confianza a temas relacionados con la mente humana y la cultura.

No en vano, el libro está dedicado al famoso neuropsicólogo ruso Alexander Romanovich Luria, con quien el autor mantiene un intercambio epistolar sobre su caso y en el que el científico ruso lo anima a escribir el presente libro, con el fin de ampliar la visión mecanicista de la neurología hacia nuevos horizontes que la integren con la psicología.

Durante su padecimiento y recuperación, el autor encuentra una especial relación entre ritmo y movimiento, entre música y cuerpo, que tal vez dieron origen a uno de sus posteriores libros llamado Musicofilia, publicado en su versión original en 2007 y en su versión en español en 2009, y que introducen un metatema en el libro Con una sola pierna, que recorre la historia de principio a fin.

«Hasta que no llevaba un rato contando con una voz de bajo retumbante y sonora no me di cuenta, de pronto, de que me había olvidado del toro o más exactamente, que había olvidado mi miedo, en parte porque comprendía que no tenía ya objeto y en parte porque me daba cuenta de que había sido absurdo ya desde el principio. No había en mi lugar para aquel miedo, ni para ningún otro, porque estaba lleno a rebosar de música. E incluso no era literal, audiblemente música, estaba la música de mi orquesta de músculos tocando, ´la silenciosa música del cuerpo´, según esa bella frase de Harvey. Con esta interpretación, con la musicalidad de mi movimiento, yo mismo me convertí en música: ´Tú eres la música, mientras la música dura´. Una criatura de músculo, movimiento y música, un todo inseparable actuando al unísono, salvo por aquella parte de mí suelta, aquel pobre instrumento roto que no podía incorporar porque yacía mudo e inmóvil sin tono ni melodía», dice Sacks en la página 29 de este libro.

En resumen, un libro especialmente recomendado para el grueso del público interesado en los fenómenos neuropsicológicos, y también para el pequeño grupo de profesionales de servicios de la salud, en el que muchas veces despreciamos la opinión de nuestros pacientes, basándonos en prejuicios académicos o personales que nos impiden caminar por el sendero de la humildad que suele llevar al conocimiento.

El abuelo simio y los trastornos de ansiedad


Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
En un pequeño claro del bosque, iluminado por la luz de la luna, duerme uno de nuestros antepasados, acompañado por un manso lobo. Se abriga con la piel de un bisonte que comió hace más de veinte días, y coloca su lanza, con punta de roca, a un lado mientras intenta conciliar el sueño. Los sonidos de la noche lo atormentan. No sabe si lo que se mueve es el viento o una fiera que puede devorarlo. Su pequeño lobo aúlla en medio de la noche y en ocasiones emite algo parecido a un ladrido.

Es una noche común y corriente de nuestro abuelo filogenético, es decir nuestro antepasado evolutivo. Él tenía que cuidar su existencia en todo momento. Cada situación de peligro era realmente un asunto de vida o muerte. De pequeñas decisiones como paralizarse, esconderse, someterse o luchar, dependía que pudiera despertar al día siguiente. Generalmente buscaba a otros homínidos para sumar fuerzas, dividir tareas y disminuir los riesgos, pero no era suficiente, el peligro estaba siempre ahí.

De modo que aquellos más precavidos, más previsivos, posiblemente más ansiosos, fueron los que sobrevivieron en medio de la lucha salvaje por la supervivencia, hace cientos de miles de años. Un descuido representaba la diferencia entre comer o ser comido. Así que nosotros, los herederos de aquel abuelo asustadizo, conservamos parte de sus reacciones límbicas, que nos dicen constantemente que debemos tener mucho cuidado con todo lo que nos sucede, pues nos va la vida en ello.

La vida moderna, lejos de la selva africana donde comenzó nuestra especie, ya no ofrece la disyuntiva literal de comer o ser comido, pero sí dispara nuestro sistema de alertas de manera casi idéntica. La genética, sumada a los problemas de contaminación y movilidad, la falta de acceso a los recursos básicos, las competencias laborales, familiares y sociales, junto con los pequeños y limitados espacios que habitamos, suelen conducirnos al estrés y, en ocasiones, a los trastornos de ansiedad.

Para diagnosticar un trastorno de ansiedad se debe descartar si se debe a una enfermedad médica o al consumo de alguna sustancia; si se debe a algún acontecimiento particular y si el temor es desencadenado por situaciones específicas. También si obedece a ideas persistentes, como las obsesiones, y finalmente, si las alteraciones provocan un malestar clínicamente significativo o deterioro social, laboral o de otras áreas importantes de la actividad de la persona.

Y luego de descartar que no se trate de otra enfermedad o de algún acontecimiento puntual, tenemos la impresionante cifra de que cerca del 40% de la población mundial padece algún tipo de trastorno de ansiedad. Es decir, nuestro abuelo primate aparece en cuatro de cada diez Homines sapientes, con la suficiente frecuencia para desconfigurar su vida diaria, activando constantemente la alarma de muerte. No importa si los acontecimientos son grandes, medianos, pequeños o insignificantes. La alarma se dispara consumiendo recursos y energía que podríamos utilizar en actividades más lúdicas y productivas.

¿Se puede hacer algo? La verdad, no hay una fórmula única para enfrentar los trastornos de ansiedad. Pero mientras esperamos a que pasen los milenios necesarios para que la mente humana evolucione y vaya tomando distancia de la de nuestros antepasados amenazados, es prudente dedicarle un poco más de tiempo a lo que nos gusta, a lo que nos conecta con los placeres moderados, y un poco más de cabeza fría a los acontecimientos que nos conectan con nuestro abuelo simio. De otro modo nos fundiremos nosotros, antes que nuestra alarma.

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El primate que nos habita

«Dondequiera que estemos, la sombra que trota detrás de nosotros tiene sin duda cuatro patas».
Clarissa Pinkola Estés

Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Sí, el mico, el orangután, el primate, la bestia… por centenares de años hemos tratado de separarnos de la animalidad como mecanismo de defensa autoritario. La animalidad nos estorba, nos confunde, nos hace sentir de la misma materia de los bichos que matamos por asco, placer o supervivencia. Enfrentarnos al hambre, la deglución, la micción y la defecación, el sexo, la enfermedad y la muerte, nos confronta con eso que nos recuerda que tal vez no somos ángeles caídos del cielo sino un eslabón más en la infinita historia de las estrellas.

Ya lo mencionaba en mi trabajo de grado sobre el Efecto Westermarck enfrentado al Complejo de Edipo: en las ciencias humanas hay un claro reflejo de ese deseo humano de separarnos de la naturaleza, no sólo como un asunto tremendamente fructífero en términos teóricos sino también en términos emocionales. Nos da (¿inventa?) argumentos para sentirnos diferentes. El lenguaje, la razón, la religión, los símbolos y un largo etcétera que se modifica cada vez que la biología nos acerca de nuevo a la animalidad. Dentro de nosotros continúa habitando un primate que nos estorba pero que es el origen de lo bueno y lo malo que somos como especie.

¿Posición biologisista?¿reducionista? A lo mejor. Pero las demás posiciones no me convencen con sus elucubraciones teóricas y sus descalificaciones personales. El asunto metodológico de reducir el objeto de estudio a lo fundamental es más bien un signo de humildad ante nuestra capacidad intelectual limitada. Es el valor del argumento, la prueba, la confrontación de la hipótesis con la realidad y su capacidad para pronosticar lo que sucederá, lo que nos permite separarnos del delirio. Un delirio de ser la especie superior, que nos gusta, alimenta nuestro ego y nos confunde cuando nos maquillamos, acicalamos y cepillamos los dientes.

Estamos genéticamente tan cerca del chimpancé, que si una especie del espacio exterior visitara nuestro planeta encontraría realmente difícil reconocer inicialmente la diferencia. Por supuesto que nuestra forma de transformar y alterar el ambiente, les daría una pista a los extraterrestres para absolver a los demás primates y condenarnos a nosotros. Pero en términos reales fue una pequeña cadena de coincidencias lo que hizo que pudiéramos liberar nuestras extremidades superiores y aumentar nuestra capacidad cerebral para comenzar a dominar la Tierra.

¿La cultura es la antagonista de la naturaleza? No lo creo. Es más bien una estrategia de supervivencia. Sin lugar a dudas los memes tienen una nueva forma de transmisión pero su base sigue siendo la evolución del éxito reproductivo. Sin los imperativos de la naturaleza hubiese sido imposible la emergencia de la cultura en los Homines sapientes, estos que caminamos erguidos hoy por los Campos Elíseos pensándonos como el culmen de la evolución, mientras una mirada más desprevenida nos demuestra que los primos del Pitecántropo siguen habitándonos.

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