La importancia del bienestar animal

1360841918471Eduard Punset entrevista a la experta en comportamiento animal Marian Stamp-Dawkins quien afirma que tendemos a creer que lo que es bueno para nosotros, también lo es para los otros animales, y advierte de que esto no es necesariamente así Reconoce sin embargo que debemos partir de nuestra percepción y de un acuerdo sobre el bienestar consistente en que el animal esté saludable y pueda obtener lo que quiere.

Stamp-Dawkins charla con Punset sobre la necesidad de contrastar científicamente lo que sabemos de la calidad de vida de los animales, sus emociones, su dolor y sus percepciones, enlazándolo con el campo político ya que es allí donde se refleja la conciencia de una sociedad y se determinan las leyes que contribuirán al bienestar de los seres vivos tanto humanos como no humanos. Ver el video.

Recientemente en Doctor Pulgas se publicó el caso de Yoko, un labrador chocolate que está sano pero vive amarrado a un cable en el gélido clima de Santa Elena en Medellín. Las leyes aún no facultan a los funcionarios para hacer algo al respecto pero tal vez este tipo de reflexiones, como las de la doctora Marian, sean un primer paso en la dirección hacia un mayor bienestar animal.

El propósito de la monogamia

El origen de la monogamia en el Homo sapiens
El origen de la monogamia en el Homo sapiens

Por: Frans B.M. De Waal y Sergey Gavrilets
Traducción: Carlos Andrés Naranjo-Sierra
Los seres humanos viven fascinados por la monogamia animal. En la década de 1960, Konrad Lorenz había idealizado los vínculos de pareja de los gansos hasta que uno de sus alumnos señaló algunas infidelidades y sugirió que los gansos pueden ser «como un ser humano», por su parte Desmond Morris especulaba sobre las ventajas del vínculo de pareja para los primeros seres humanos. A pesar de que ya se han propuesto muchas teorías, las inclinaciones monógamas en los seres humanos también han sido cuestionadas, incluyendo la idea generalizada de que todo se reduce a la provisión de los padres.

Los biólogos prefieren colocar la monogamia en una perspectiva comparativa amplia para determinar qué factores pueden haber impulsado su evolución. ¿Por qué es la monogamia diez veces más común en las aves que en los mamíferos? Además, aunque relativamente común en los primates, ¿por qué no hay primates -aparte de los seres humanos- en los que múltiples parejas reproductoras vivan juntas? La monogamia en los primates conlleva generalmente la territorialidad, con ambos, el macho y la hembra encargados de repeler los forasteros de su mismo sexo.

Recientemente, dos equipos británicos independientes han abordado estas cuestiones mediante el análisis de las variaciones en los rasgos de candidatos, que pueden haber empujado a las especies hacia la monogamia. Ambos estudios utilizaron la estadística bayesiana y de máxima probabilidad para explorar tres características: (1) la atención paterna, (2) la sociabilidad femenina, y (3) el infanticidio. Los investigadores utilizaron bases de datos diferentes, sin embargo el equipo del Kit Opie, del Colegio Universitario de Londres, comparó los datos de 230 especies de primates, mientras que el equipo de Dieter Lukas y Tim Clutton-Brock, de la Universidad de Cambridge, cubrió no menos de 2.545 especies de mamíferos, incluyendo 330 primates. Los equipos clasificaron a su vez los sistemas de apareamiento de forma diferente uno del otro, criticando las clasificaciones entre sí.

Sin embargo, los equipos estuvieron de acuerdo en un punto crucial, y es que es más probable que el cuidado paternal sea consecuencia de la monogamia,-una idea tardía sobre los beneficios evolutivos- que la clave de su existencia. Pero esta conclusión dejó de lado otros dos factores, la sociabilidad femenina y el infanticidio, como posibles detonadores, en los cuales los equipos no coincidieron. De hecho el equipo de Opie estaba tan convencido de que el infanticidio era la causa principal, que la colocó en el título de su trabajo. Que los machos matan a los jóvenes engendrados por otros machos se sabe de muchas especies, y es visto ampliamente como una manera de acelerar la reproducción de la mujer en favor del macho infanticida. La literatura primate está plagada de teorías sobre cómo la necesidad de limitar el infanticidio forma la organización social, incluida la tendencia de los hombres a acompañar y proteger a una mujer que lleva su progenie. La baja tasa de infanticidio en especies monógamas, señaladas por ambos equipos de investigación, parece ajustarse a esta idea, pero no implica necesariamente una relación causal. ¿Es la monogamia eficaz para prevenir el infanticidio o más bien nunca ha habido infanticidio en estas especies?

El equipo de Cambridge señala que la mayoría de los animales monógamos no encajan en el molde típico de especies infanticidas. Es sólo cuando la duración de la lactancia excede el de la gestación que la matanza de crías conlleva beneficios para otros machos. Sin embargo, esta no es una característica común de los animales monógamos por lo que el equipo de Cambridge sostiene que el infanticidio no debe ser una causa y concluye que la monogamia probablemente comenzó más bien como una manera usada por los machos para monopolizarlas hembras aisladas. Cada vez que la competencia por los alimentos produjo hembras aisladas, los machos terminaron defendiendo una hembra a la vez, ya que no podían defender simultáneamente a varias hembras. Una vez que un macho se instalaba como el vigilante de una sola hembra, la defensa de sus hijos y el aprovisionamiento de comida eran extensiones lógicas.

La diferencia en las conclusiones de ambos grupos es confusa dada la apretada conexión estadística entre la monogamia y los rangos femeninos discretos. Ambos equipos encontraron esta conexión para superar la que existe entre la monogamia y el infanticidio. Entonces, ¿por qué el equipo de Opie puso tanto énfasis en el infanticidio? ¿Fueron los autores influidos por las anteriores teorías o por argumentos estadísticos sólidos? Opie y sus colaboradores. estimaron las tasas de transición en tres modelos estocásticos, cada una incluyendo un sistema de apareamiento sumado a otro factor; sus resultados muestran que las transiciones de la poliginia a unión parental pueden ocurrir en tasas similares tanto si los rangos femeninos se solapan o no. Las tasas de transición estimadas sugieren, además, que para pasar a lazos de pareja se requiere pasar por una fase alta de infanticidio. Sin embargo, los datos sobre el infanticidio son muy difíciles de obtener  y cuando los autores restringieron su análisis a un subconjunto de los estudios con los datos más confiables, la conexión con el infanticidio decayó. Para nosotros, los resultados son totalmente coherentes con un énfasis en los rangos femeninos, por lo tanto, de acuerdo con las conclusiones de Lukas y Clutton-Brock. Estos últimos autores destacan que 60 de 61 transiciones de mamíferos a la monogamia (incluyendo cinco de las seis transiciones primates) pasaron por una etapa en que las hembras llevaban vidas solitarias.

Posiblemente, los resultados de este tipo de análisis no son lo suficientemente transparentes, o los métodos de cálculo no son lo suficientemente potentes. Los factores estudiados parecen interactuar en un grado tal que el análisis de un solo factor a la vez no es muy informativo . Una solución sería analizar varios factores al mismo tiempo, lo que podría permitirnos identificar las interacciones que permanecen «ocultas» en los análisis binarios simples lo cual sería bueno para avanzar hacia un enfoque multidimensional.

Para que el infanticidio jugara un papel fundamental, éste tendría que ser relativamente frecuente y los machos tendrían que ser muy eficaces en la prevención. Los machos necesitarían un protector de apareamiento (es decir, evitar que las hembras se apareasen con otros machos), así como montar guardia a su descendencia (es decir, evitar el infanticidio), debido a que en términos evolutivos la prevención del infanticidio sólo tiene sentido para machos seguros de su paternidad. Esta es una alternativa bastante costosa, ya que ataría a los machos en términos de movimiento y oportunidades extras de apareamiento. Esta estrategia sería aún más problemática en grupos con varios machos y hembras. En estas circunstancias, las que probablemente prevalecieron durante la prehistoria humana, la evolución de la monogamia se enfrentó a muchos obstáculos graves. En los grandes cazadores, por ejemplo, los machos a menudo pasan mucho tiempo fuera de su comunidad, dejando a las hembras y los pequeños sin supervisión.

Sin embargo, muchas sociedades humanas practican la monogamia, aunque imperfecta como institución. Esta es una de las diferencias más importantes entre la organización social humana y la de nuestros parientes más cercanos, los monos africanos, que carecen de núcleos familiares capaces de atraer la atención de los machos sobre los hijos. Sin embargo la monogamia humana puede haber evolucionado por diferentes razones y en diferentes circunstancias que la monogamia en la mayoría de las aves y los mamíferos. Tal vez la monogamia no evolucionó absolutamente en ningún sentido genético, sino más bien en un sentido cultural, porque a pesar de que algunos fósiles han sido interpretados como evidencia de la monogamia durante la prehistoria humana, los seres humanos y sus ancestros poseen demasiado dimorfismo sexual para que el tamaño del espécimen sea considerado naturalmente monógamo. Debido a que la monogamia humana es poco probable que haya surgido en el contexto de los rangos femeninos mutuamente exclusivos, parece fundamentalmente diferente, por ejemplo, de la monogamia de gibones y los monos titís, que viven en parejas aisladas. Varios escenarios tratan de explicar las ventajas de la monogamia dentro de una sociedad más grande, uno de los cuales se remonta a la propuesta de Morris que al igualar sexual y reproductivamente  a los machos dentro de una comunidad, los lazos de pareja fomentan la cooperación.

Aunque el origen de la monogamia en los seres humanos sea única, los dos análisis discutidos aquí ofrecen un primer indicio de las condiciones que favorecen la evolución de la monogamia y que puede ayudarnos a entender cómo el caso humano se compara con el de otros animales, y cómo las tendencias naturales (por ejemplo, la unión y el cuidado) son conducidas para llegar a un acuerdo similar.

Eduard Punset visita Colombia y habla de su libro Viaje al optimismo

IMAGEN-12986909-2 Eduard Punset estuvo en Colombia para presentar su libro Viaje al optimismo. Internacionalmente conocido por su programa Redes que se transmite por Televisión Española es llamado también el Carl Sagan español por amplio conocimiento e interés en la divulgación científica.

Ha sido abogado, empresario, exiliado, economista del FMI, redactor de la BBC, director de la edición de The Economist para América Latina y congresista español. En su visita a Colombia fue entrevistado por el diario capitalino El Tiempo y respondió algunas interesantes preguntas que reproducimos a continuación:

¿Cómo despertó su interés por la ciencia?
Fue gracias a los comunistas. En los 50 yo pertenecía al Partido Comunista Español y recuerdo que entre la gran cantidad de cosas disparatadas que intentaban inculcarnos hubo una absolutamente sensata: nos aconsejaban dejar de escrutar nuestros propios intestinos y mirar hacia afuera para poder cambiar el mundo. He intentado seguir esa pauta y dejar de lado las visiones introspectivas para participar y contar los cambios que están transformando el mundo.

Parte de su popularidad radica en que aborda en clave científica temas como la felicidad, que habían quedado relegados al terreno de la autoayuda.
Esto es porque ni los científicos ni los periodistas le habíamos hecho caso a lo que William James, el fundador de la psicología moderna, predicaba desde el siglo pasado. Él decía que desde la más tierna infancia el fin último del ser humano es tratar de conectar con el resto del mundo y obtener reconocimiento y amor de los demás. Hoy, por primera vez en la historia del pensamiento, la ciencia empieza a ocuparse del mundo de las emociones.

Pero razón y emoción nunca se han llevado bien…
Esa visión se está revaluando y muchos científicos trabajan para intentar acercar ambos mundos. Hablamos, por ejemplo, del equipo de neurólogos y psicólogos de Harvard encabezados por John Bargh, que han descubierto que la intuición ocupa una mayor parte del cerebro que el pensamiento racional.

Teorías como esa le han valido muchas críticas, algunos lo han llamado ‘divagador’ en lugar de ‘divulgador’ científico…
Casi nunca me he enfrentado a esa crítica por una razón sencilla y es que nadie me puede negar que el volumen de información contenido en el inconsciente es 100.000 veces mayor que el que procesamos racionalmente. Lo dice también un Nobel, Daniel Kahneman, quien sostiene que la intuición es el secreto de muchos juicios y decisiones que toma la gente. Es un gran poder y por eso hay que conocerlo y aprovecharlo.

La felicidad fue la primera de las emociones humanas que abordó en sus ensayos. ¿Cuándo empieza la ciencia a preocuparse por este tema?
Ha tenido mucho que ver el aumento de la esperanza de vida. Cuando el ser humano sabía que iba a vivir, como mucho, unos 30 años, no tenía más remedio que aceptar que solo podría parir a sus hijos, educarlos y empezar a pensar si habría algo después. Pero hoy la esperanza de vida se ha duplicado, y cada ocho años aumenta en 2,4 años. Entonces, la primera pregunta que surge no es saber si hay vida después de la muerte sino cómo aprovechar toda la que hay antes.

¿Existe la fuente de felicidad?
Sí, en las relaciones personales, y es un descubrimiento relativamente reciente. Cuando yo era niño recuerdo que entre más feo fueras y más dioptrías tuvieras más prometedor era tu futuro en la ciencia porque ibas a estar aislado del mundo. Pero hoy se le ha dado la vuelta al tema: estudios demuestran que en la soledad se dejan de producir neuronas y que ese estado no es un gran centro de innovación, como se creía antes. Por eso la ciencia concluye hoy que es mejor un amigo que un fármaco.

Lo dice alguien que tiene 650.000 amigos en Facebook…
Las redes sociales están ayudando muchísimo a que seamos más felices. Los estudios de antropología evolutiva del profesor de Harvard Robin Dunbar señalan que el cerebro humano está diseñado para poder relacionarse con 150 personas máximo. Sin embargo, las redes sociales han empezado a romper esas barreras y ahora podemos crear entornos de miles, y en distintos hemisferios.

¿Cuál es el mayor enemigo de la felicidad?
El miedo. Si alguien quiere ser feliz tiene que identificar sus miedos y gestionarlos, como hay que gestionar otras emociones inherentes al ser humano, como la ira. La felicidad es la ausencia de miedo.

Si la felicidad es la ausencia de miedo, ¿cómo se explica que Colombia sea uno de los países más felices, con la historia de violencia que hemos vivido?
Es una contradicción aparente, porque las dimensiones de la felicidad que hemos estudiado son primordialmente individuales y pueden desarrollarse y coexistir con un estado caótico del entorno. Por supuesto que no hay que descuidar el impacto de la felicidad a nivel social, pero teniendo siempre de presente que es un fenómeno individual.

El libro que promociona se llama ‘Viaje al optimismo’. ¿De verdad vivimos en un mundo mejor?
Contrario a esa frase que ha hecho escuela, todo tiempo pasado fue peor. La historia de la humanidad nos habla de un pasado ominoso, cruel, burocrático, dogmático… un mundo violento, en el que solo prevalecía la fuerza y en el que las acciones instigadas por el impulso de cubrir las necesidades fisiológicas básicas prevalecían sobre las acciones para vivir mejor en sociedad. Hoy sabemos que los índices de violencia han disminuido, incluso en el siglo XX, con dos guerras mundiales de por medio. También está científicamente demostrado que la empatía y el altruismo están aumentando.

Y en España, ¿qué opinan de que usted vaya por ahí hablando de optimismo?
Hay que ver la crisis en su dimensión justa. Durante años tuvimos que escuchar explicaciones –sobre todo de los políticos– que hablaban de que países como España, Italia y Grecia eran víctimas de una crisis planetaria. Los economistas sabíamos que esto era una desfachatez: si padeciéramos una crisis planetaria, nuestro déficit solo podría explicarse porque todos o alguno de los restantes planetas, como Urano, Neptuno, Marte o Saturno, hubieran generado el correspondiente excedente. Y ni siquiera sabemos si hay vida en ellos. Hay que tener claro que nos enfrentamos a crisis específicas de países específicos y la prueba de ello es Colombia, donde no hay crisis.

Pero que no sea una crisis planetaria no implica que no haya indicadores brutales, como más de seis millones de personas sin empleo…
Por supuesto, y es una gran lección que nos deja esta crisis; nos ha demostrado que aquellas competencias que eran necesarias en la sociedad industrial para conseguir trabajo no lo son en la sociedad del conocimiento. Antes mandaban las matemáticas, la química, la física y en el último lugar estaba la creatividad. Hoy las competencias que se requieren son otras, como la capacidad de trabajar en equipo, en lugar de competir, o el saber gestionar las emociones.

Usted ha entrevistado en ‘Redes’ a verdaderos genios. ¿Cuál diría que es nuestro Einstein contemporáneo?
Hay varios, generalmente premios Nobel que no han sido particularmente famosos. Pienso en el Nobel de medicina sudafricano Sydney Brenner, quien puso de manifiesto que no hay creación sin multidisciplinariedad, que son las interrelaciones entre investigadores, clínicos y pacientes la base de toda innovación. Él dice: “Los que más me han enseñado son los que menos sabían de mi especialidad”.

¿Y el descubrimiento clave de los últimos tiempos?
Yo diría que la aportación más invisible pero de más peso ha sido la de los físicos cuánticos de comienzos del siglo XX, que introdujeron en un mundo dogmático el principio de la incertidumbre.

¿Pero no se supone que la filosofía está para hacer las preguntas y la ciencia para dar respuestas?
Dudar es uno de los grandes avances de la ciencia contemporánea y eso es lo que intento transmitirles a mis nietos: que duden y que cambien de parecer. Si hasta la estructura de la materia puede cambiar, ¿cómo no va a poder cambiar el ser humano de opinión?

¿Cuál será el próximo gran descubrimiento científico?
Saber si la ciencia tiene límites. Para algunos, se trata de un poder infinito que se va construyendo en el tiempo, pero hay un minoría de científicos –aunque muy ilustrada– que considera que el desarrollo científico tiene sus propios límites y que estamos a punto de alcanzarlos. Es una belleza asistir a este debate y ojalá podamos ver cómo termina.

Conocer el elemento
Para Eduard Punset, una de las mayores claves para encontrar la felicidad está en el conocimiento del ‘elemento’, es decir en saber distinguir aquello que hace vibrar positivamente la mente y potenciarlo. “En mi caso, una de las mayores fuentes de felicidad estaba en trabajar un sábado por la tarde en la sede del FMI, en Washington, cuando no había absolutamente nadie. En ese entorno era extremadamente productivo”, asegura.

Según el catalán, si los padres y los educadores tuvieran en cuenta esta premisa, el famoso déficit de atención sería revaluado. “Siempre recordaré a un chico de EE. UU. que le reprochaba a su madre: ‘¡Mamá, no es una falta de una atención, es que no me interesa!’”.

Sobre el libro
‘Viaje al optimismo’ es el cuarto libro de la colección ‘Viaje a las emociones’, que incluye también los títulos ‘El viaje a la felicidad: las nuevas claves científicas’ (2005); ‘El viaje al amor’ (2007), y ‘El viaje al poder de la mente’ (2010).

Cómo Darwin ganó la carrera de la evolución

20090310054035 Recientemente The Guardian publicó un interesante artículo de Robin Mckie titulado How Darwin won the evolution race, en el que el director de ciencia y tecnología del famoso medio de comunicación británico, expone una apasionante y apretada batalla entre Charles Darwin y Alfred Russell Wallace por convertirse en el progenitor de la Teoría de la Evolución. A continuación reproducimos el artículo, traducido al español, esperando que arroje luces sobre este tipo de confrontaciones académicas en las que el logro y pasar a la historia, están de por medio.

«A comienzos de 1858, en Ternate, una isla de Indonesia, un joven coleccionista de especímenes estaba persiguiendo a las elusivas aves del paraíso que poblaban la isla, cuando fue atacado por la malaria. “Todos los días, cada vez que sufría uno de los ataques de frío y luego de calor, tenía que acostarme, tiempo durante el cual no tenía otra cosa que hacer sino pensar en los temas que revestían un interés particular para mí en ese momento”, recordaría después.

Es posible que la cabeza de personas menos aguerridas se hubiese llenado de pensamientos acerca del dinero y las mujeres. Pero Alfred Russel Wallace estaba hecho de otra madera. Wallace comenzó a pensar en las enfermedades y las hambrunas, en la manera como esos fenómenos controlan a las poblaciones humanas y en los descubrimientos recientes que indicaban que la Tierra era muy vieja. Entonces se preguntó cómo influenciaban la composición de las diferentes especies esas oleadas de muerte, que se repetían una y otra vez a lo largo de los siglos.

Luego cedió la fiebre y lo asaltó la inspiración. Wallace se dio cuenta de que los individuos mejor adaptados sobrevivían más y, con el tiempo, podían evolucionar hasta convertirse en nuevas especies. Así apareció, al igual que una fiebre, la teoría de la selección natural en la mente de uno de nuestros más grandes naturalistas. Wallace escribió sus ideas y se las envió a Charles Darwin, que ya era un naturalista reconocido. Sus reflexiones llegaron a la casa campestre de Darwin en Downe, Kent, el 18 de junio de 1858, hace poco más de ciento cincuenta años.

En sus propias palabras, Darwin quedó “destrozado”. Llevaba dos décadas trabajando en esa misma idea y ahora alguien más podría recibir el crédito por lo que más tarde sería descrito por el paleontólogo Stephen Jay Gould como “la revolución ideológica más grande en toda la historia de la ciencia” o, en palabras de Richard Dawkins, “la idea más importante que se le ha ocurrido a un cerebro humano”. Lleno de angustia, Darwin les escribió a sus amigos el botánico Joseph Hooker y el geólogo Charles Lyell. Lo que siguió después se ha convertido en tema de una leyenda científica.

Con el fin de proteger los derechos de autoría de Darwin sobre la teoría de la selección natural, Hooker y Lyell organizaron una lectura conjunta de las obras de los dos hombres en la Sociedad Linneana de Londres, en Burlington House, Piccadilly. El primero de julio, en un salón que hoy hace parte de la Royal Academy, se reunieron los miembros de la Sociedad para escuchar la noticia de la aparición de la teoría que ha despertado mayor rechazo y mayor número de problemas para nuestra especie en toda la historia. Hace poco más de ciento cincuenta años fue lanzada al mundo una noción más radical incluso que las teorías de Marx, aunque esa ciertamente no fue la impresión que causó en ese momento.

Para comenzar, ni Darwin ni Wallace ofrecieron exaltadas conferencias ante una audiencia masiva de miembros de la Sociedad Linneana que los ovacionaron y se dieron cuenta de que Dios estaba muerto, como se sugiere a menudo. Ninguno de los dos científicos estuvo presente: Wallace seguía en Indonesia, mientras Darwin se encontraba en su casa, junto a su esposa Emma, llorando la muerte de su hijo Charles, de diecinueve meses, ocurrida el 28 de junio a causa de un brote de escarlatina.

Por otro lado estaba la audiencia. Se componía de aficionados, que fueron bombardeados durante varias horas con asuntos de la Sociedad, para presentarles después la lectura de los cuadernos, trabajos y cartas de Darwin y Wallace. Al final, los caballeros salieron “más agobiados por la cantidad de información que les habían echado encima, que asombrados por las nuevas ideas”, al decir del historiador J. W. T. Moody, de acuerdo con un estudio de la reunión realizado en1986. La noticia de que la humanidad había sido destronada del centro de la creación fue recibida con un silencio apático.

Meses después, la gente todavía no entendía las repercusiones de esta bomba intelectual. Al hacer el balance del año 1858, el presidente de la Sociedad Linneana, Thomas Bell, concluyó que el año no había estado marcado “por ninguno de esos asombrosos descubrimientos que revolucionan de inmediato el departamento de la ciencia”. Al parecer, en su opinión, el hecho de destronar a Dios no era suficientemente revolucionario.

Sin embargo, ya se había encendido la mecha. “La carta de Wallace le dio a Darwin un buen sacudón”, dice el genetista Steve Jones. “Le había dado vueltas al asunto durante veinte años y habría seguido haciéndolo por otros veinte años si no se hubiese dado cuenta de que alguien más estaba sobre la pista”. El verano de 1858 cambió todo para Darwin. Aunque no era de ninguna manera un hombre arrogante, era consciente del valor de sus ideas. Ya se había ganado una medalla de oro de la Royal Society y no iba a permitir que un insignificante coleccionista de especímenes de Malasia le robara el crédito. Así que se sentó con una tabla sobre las rodillas, en el único sillón de su casa en el que podía acomodar sus largas piernas, y escribió la investigación que había venido desarrollando en los últimos veinte años.

El resultado final fue El origen de las especies mediante la selección natural, cuyo aniversario 150 se celebrará este año, dentro de la conmemoración de los 200 años del nacimiento de Darwin. Como dato sobresaliente, este es el único tratado científico importante que fue escrito de manera deliberada como un texto de divulgación, un libro cuyas líneas narrativas se entrecruzan de una manera que ha sido comparada con la escritura de George Eliot o Charles Dickens y que está salpicado de metáforas exquisitamente ingeniosas. “Darwin estaba creando una obra de arte duradera”, como lo afirma Janet Browne, la biógrafa de Darwin.

Richard Dawkins, cuya serie de programas Dawkins acerca de Darwin apareció en agosto del año pasado en el Channel 4 de la televisión inglesa, hace eco de ese elogio. “Cuando uno lee El origen de las especies tiene la sensación clara de que Darwin tenía mucho interés en hacerse entender. No solo quería persuadir a sus colegas científicos: quería mostrarle al público la verdad de sus ideas. Se esforzó mucho para lograrlo, razón por la cual resulta un libro tan convincente. Sus oraciones son, tal vez, un poco largas y tortuosas para los estándares modernos, pero en su época debió ser una obra de fácil comprensión”.

Esa accesibilidad garantizó que la idea de la selección natural apareciera ante los ojos del público de manera mucho más vívida de lo que se esperaría y que apresurara la aparición de las reacciones de angustia e indignación que Darwin había previsto. “Absolutamente falsa y penosamente engañosa”, fueron las palabras con que calificó la obra Adam Sedgwick, ex profesor de Darwin, en una carta dirigida a su antiguo pupilo. Quienes apoyaban a Darwin –Hooker, Lyell y Thomas Huxley– salieron en su defensa y comenzaron una batalla que culminó con el famoso debate entre Huxley y el obispo Wilberforce en la Asociación Británica para el Avance de la Ciencia, en Oxford, en junio de 1860. A Huxley se le atribuye popularmente el honor de haber derrotado a Wilberforce, en una institución en la que dos tercios de los graduados tomaban los hábitos. Aunque no fue en lo absoluto un espectáculo despreciable, la naturaleza decisiva de la “victoria” de Huxley es cuestionada en la actualidad por muchos historiadores, y se considera más bien un empate. Por otro lado, es claro que en esa época soplaban vientos de cambio y que la publicación de El origen de las especies aceleró esa transformación. La Iglesia, que hasta ese momento era la autoridad nacional acerca del mundo natural, estaba perdiendo un terreno que la ciencia estaba ganando.

“A lo largo de las décadas que siguieron, los defensores de Darwin llegaron a ocupar posiciones de influencia en la vida intelectual británica y norteamericana”, escribe Browne. “Hacia el final estaban por todas partes, en el Parlamento, en la Iglesia anglicana, en las universidades, en el gobierno, en el servicio colonial, en la aristocracia, en la marina, en el ejercicio del derecho y la medicina; en Inglaterra y al otro lado del Atlántico”. Esos hombres garantizaron que la selección natural perdurara y se encargaron de que Darwin fuera enterrado en la Abadía de Westminster en 1882, lo cual no estaba mal para un agnóstico confeso.

Darwin sigue siendo objeto de veneración y su imagen aparece en el actual billete inglés de 10 libras. Por el contrario, Wallace cayó en el olvido. Quedó muy complacido al permitir que Darwin y sus amigos promovieran la selección natural. “Eso me garantiza el contacto con hombres muy eminentes, y su ayuda, al regresar a casa”, le dijo a su madre. Sin embargo, queda la sospecha de que Wallace haya hecho un mal negocio. Autodidacta y de origen humilde, Wallace no contó con ninguno de los privilegios de los que disfrutó Darwin, que se educó en la universidad y cuyo padre era un próspero médico. Wallace tuvo que abrirse camino como aprendiz de carpintero y luego como supervisor de aprendices, antes de convertirse en un distinguido naturalista. También fue un socialista temprano, que apoyaba la lucha por los derechos de las mujeres y respaldaba el movimiento de reforma agraria, y un escritor muy talentoso. Joseph Conrad mantenía en su mesa de noche un ejemplar de Elarchipiélago malayo, el recuento de los ocho años que Wallace pasó en la región, y lo consultó para sus propios libros, en especial para Lord Jim.

Pero la personalidad y la vida de Wallace estuvieron marcadas por la desgracia. Su primera gran expedición para recolectar muestras, que lo llevó al Amazonas, terminó en desastre cuando el barco en que regresaba a Inglaterra se incendió y naufragó con miles de muestras y las esperanzas de Wallace de obtener una ganancia segura. El coleccionista sobrevivió, pero solo pudo recuperar un par de cuadernos y un loro furioso.

Wallace también era impetuoso. Mientras Darwin entendía a cabalidad las implicaciones de su teoría y retrasó la publicación porque sabía que iba a despertar la indignación de los creyentes, entre otros de su propia esposa, Wallace se lanzó a ciegas, feliz de escandalizar a la sociedad. Le importaba un bledo, decía Jonathan Rosen, en un ensayo sobre Wallace publicado hace un par de años en el New Yorker. “Esa absoluta independencia de la opinión pública es una de las muchas razones para que Wallace haya desaparecido del imaginario popular”.

Adicionalmente, Wallace creía en el espiritismo (que Darwin y sus amigos detestaban) y al final de sus días hizo campaña en contra de la vacunación. “Wallace era un hombre admirable y casi un santo en la manera como trataba a los demás”, dice David Attenborough. “Sin embargo, como científico no tenía la talla de Darwin. A Wallace se le ocurrió la idea de la selección natural después de pasar un par de semanas asediado por las fiebres palúdicas. Darwin no solo trabajó la teoría sino que reunió una cantidad enorme de información para apoyarla”.

Esta afirmación es respaldada por el historiador Jim Endersby. “La selección natural era una idea brillante, pero lo que la hizo verosímil fue el peso de la evidencia presentada por Darwin. Esa es la razón por la cual recordamos a Darwin como su principal autor”. En su viaje alrededor del mundo en el Beagle, entre 1831 y 1836, Darwin llenó innumerables cuadernos con sus observaciones, en particular aquellas acerca de los animales que vio en las distintas islas Galápagos y que estaban estrechamente relacionados entre sí. Y luego, en su enorme jardín en Downe, Darwin cruzó distintas variedades de orquídeas, cultivó pasionarias y en una ocasión tocó el fagot delante de unas lombrices para probar su respuesta a las vibraciones. Reunió cientos de datos acerca del cultivo de plantas y animales para apoyar sus argumentos de El origen de las especies. Wallace no podía presentar nada igual.

Sin embargo, esto no ha acallado las acusaciones de que Darwin y sus seguidores emplearon trucos muy sucios para hundir a Wallace. De acuerdo con esas ideas, Darwin recibió el ensayo que le envió Wallace desde Ternate varias semanas antes de lo que reconoció haberlo recibido, hurtó su contenido y después lo usó como propio en El origen de las especies. Este argumento aparece desarrollado en dos libros norteamericanos –el de Arnold Brackman y el de John Langdon Brooks– publicados hace veinte años, que describen a Darwin como un oportunista inescrupuloso y un ladrón intelectual. Sin embargo, ninguno de los dos libros presenta un caso convincente, y la gran mayoría de los académicos han concluido desde entonces que sus afirmaciones no son justas ni creíbles.

Tal como concluye el biógrafo de Wallace, Peter Raby: “Nunca se había construido una teoría tan fascinante sobre una evidencia más débil. En cuanto al factor humano, no hay nada en la vida de Darwin que sugiera que fuera capaz de semejante deshonestidad intelectual, aunque no era especialmente generoso a la hora de reconocer la deuda que tenía con sus fuentes”.

En efecto, los historiadores sostienen que, de no ser por Darwin, la idea de la selección natural habría sufrido un terrible detrimento. Si Darwin no hubiese sido el primero en desarrollar la idea de la selección natural y hubiese sido, en cambio, Wallace quien obtuviera el prestigio y la atención, la teoría habría producido un impacto muy distinto. “Al final, Wallace llegó a creer que la evolución a veces estaba guiada por un poder superior”, añade Endersby, el editor de la edición de El origen de las especies que publicará próximamente la Universidad de Cambridge. “Pensaba que la selección natural no podía ser la responsable de la naturaleza de la mente humana y afirmaba que la humanidad se veía afectada por fuerzas que la separaban del reino animal”.

Esta noción está peligrosamente cerca de la idea del diseño inteligente –propuesta por los creacionistas modernos–, según la cual el curso de la evolución fue dirigido por la mano de una deidad. Por el contrario, la visión de Darwin era rigurosa e indicaba que la humanidad era un simple “vástago en el inmenso árbol de la vida, el cual, si fuese vuelto a plantar de una semilla, casi con absoluta seguridad no volvería a producir ese vástago”, en palabras de Stephen Jay Gould. De acuerdo con Darwin, no hay cláusulas exclusivas para los humanos. Nosotros estamos tan sujetos a las leyes de la selección natural como las bacterias o las tortugas.

Las raíces de esa postura tan inflexible tienen, sin embargo, un aspecto muy humano. Darwin combinaba íntimamente su vida y su carrera. Al ser un genuino hombre de familia, experimentó un terrible dolor con la muerte de su hijo Charles en 1858, cuando todavía era un bebé, y quedó absolutamente destrozado por la muerte de su hija de diez años, Annie, a causa de la tuberculosis en 1851, tal como lo señala el libro Annie’s Box: Charles Darwin, His Daughter and Human Evolution, de Randal Keynes, el tataranieto de Darwin. Cataplasmas de mostaza, brandy, cloruro de cal y amoníaco era todo lo que la medicina le podía ofrecer a Annie cuando comenzó a enfermarse. Pero ninguna de estas sustancias tuvo efecto alguno en ella, mientras empeoraban los ataques de vómito y los delirios, hasta que murió el 23de abril de 1851 “sin exhalar un último suspiro”, según recordaba Darwin. “Perdimos la alegría de la casa y la dicha de nuestra vejez”.

Keynes sostiene de manera muy convincente que la muerte de Annie tuvo un impacto considerable en el pensamiento de Darwin. “En los últimos días de vida de Annie, él [Darwin] observó cómo la cara de la niña iba cambiando hasta hacerse irreconocible debido al adelgazamiento producido por su enfermedad mortal. Solo se pueden entender las verdaderas condiciones de la vida cuando uno acepta la verdadera inclemencia de las fuerzas naturales”. La enfermedad de su hija hizo que Darwin abriera los ojos a los procesos inflexibles que rigen la evolución. “Contemplamos la cara de la naturaleza con fascinación”, escribiría años después. “Pero no vemos, o preferimos olvidar, que las aves que cantan de manera distraída a nuestro alrededor se alimentan principalmente de insectos o semillas y, en consecuencia, constantemente están destruyendo la vida, u olvidamos la manera como esas aves cantoras, o sus huevos, o sus nidos, son destruidos por las aves o los animales de rapiña”. O, como escribió en otra parte: “En la naturaleza todo es guerra”.

Esa visión tan despiadada –que hace énfasis en la suerte ciega como el mecanismo determinante en la lucha por la supervivencia y el curso de la evolución– resultaba inquietante para los victorianos, que tenían tanta fe en el esfuerzo propio y el trabajo duro. Sin embargo, ésa es la versión de la selección natural que han apoyado desde entonces un siglo y medio de observaciones y que es aceptada hoy día prácticamente por todos los científicos de la Tierra.

Desde luego, no ha sido un proceso fácil. Aún hoy, la selección natural ocupa un estatus especial entre las teorías científicas al ser la que comúnmente sigue recibiendo más rechazos y ataques de parte de un significativo, aunque reducido, segmento de la sociedad, principalmente los cristianos y los musulmanes fundamentalistas. Esos individuos tienden a tener pocas opiniones sobre la relatividad, la teoría de la gran explosión o la mecánica cuántica, pero rechazan vigorosamente la idea de que la humanidad esté ligada al resto del mundo animal y descienda de ancestros semejantes a los monos.

“Hace veinte años eso no era problema”, dice Steve Jones, un profesor de genética de University College de Londres. “Hoy tengo decenas de alumnos que solicitan que se los excuse de las conferencias acerca de la evolución debido a sus creencias religiosas. Incluso me acusan de decirles mentiras cuando digo que la selección natural se apoya en los hechos. Entonces les pregunto si creen en las leyes genéticas de Mendel. Dicen que sí, por supuesto. ¿Y en la existencia del ADN? Otra vez sí. ¿Y en las mutaciones genéticas? Sí. ¿Y en la expansión de la resistencia a los insecticidas? Sí. ¿Y en la divergencia de poblaciones aisladas o islas? Sí. ¿Y aceptan ustedes que los humanos comparten con los chimpancés el 98 por ciento de su ADN? Otra vez sí. Entonces, ¿cuál es el problema de la selección natural? Es una absoluta mentira, dicen. Eso me desconcierta, francamente”.

Dawkins comparte esa sensación de desaliento. “Esta gente afirma que el mundo tiene menos de 10.000 años de edad, lo cual es una equivocación gigantesca. La Tierra tiene varios miles de millones de años. Estos individuos no solo son estúpidos, son colosal y asombrosamente ignorantes. Pero estoy seguro de que el buen sentido prevalecerá”- Y Jones está de acuerdo. “Es una etapa pasajera. En veinte años, ese absurdo habrá desaparecido”. Sencillamente la selección natural es un concepto demasiado importante para que la sociedad pueda vivir sin él, dice. Es la gramática del mundo viviente y les proporciona a los biólogos los medios para entender los miles de millones de plantas y animales de nuestro planeta. Attenborough comparte esta visión y toda su serie de programas sobre la vida en la Tierra se apoya en el sólido pensamiento darwiniano.

“Quienes se oponen dicen que la selección natural no es una teoría apoyada en la observación y la experiencia; que no se basa en los hechos y que no se puede probar”, dice Attenborough. “Bueno, no, no hay manera de probarle la teoría a gente que no creería en ella, así como no se puede probar que la batalla de Hastings tuvo lugar en1066. Sin embargo, sabemos que esa batalla tuvo lugar en ese momento, así como sabemos que el curso de la evolución sobre la tierra muestra de manera irrefutable que Darwin tenía razón”.

Abrir chat
Hola 👋
¿Quieres pedir una Cita Psicológica?