Por: Antonio Vélez
Las ubicuas cucarachas y otros insectos han cambiado muy poco en los últimos millones de años, las ostras son las mismas de hace quinientos mil siglos y el celacanto lleva muchísimos milenios sin mostrar cambios aparentes. Se los llama fósiles vivientes. En el mundo de la cultura, por su parte, existe multitud de entes que no volvieron a cambiar de manera sustancial. Los tenedores, las cucharas, las peinillas, las botellas, los motores de explosión, los alfabetos, el reglamento del futbol (y el de otros deportes), la notación musical y la astrología son ejemplos muy conocidos de fósiles culturales vivientes.
También hay entes tecnológicos que con el paso del tiempo perdieron toda importancia al ser superados por otros, o pasaron de moda y ya nadie los usa. Los museos de antigüedades, el equivalente cultural de las rocas sedimentarias, que tanto emocionan a los geólogos, se han encargado de recoger en sus salones los fósiles culturales. Allí descansan, empolvados, los equipos de telegrafía, los linotipos y los tocadiscos; descansan, también, los discos de acetato, remplazados por los pequeños discos compactos, y estos se encuentran ahora en vías de extinción. Los tubos de vacío fueron eliminados, en competencia desigual, por los transistores, las filminas desaparecieron a manos del video beam y la enciclopedias comienzan a verse relegadas al olvido eterno gracias a wikipedia y otras enciclopedias electrónicas. Los disquetes, los casetes y los videocasetes han sido superados por los discos compactos y los DVD, mientras que las cámaras fotográficas convencionales comienzan a ser sustituidas por las digitales, al tiempo que la utilísima máquina de escribir se encuentra a un paso de convertirse en codiciada pieza de museo. Los relojes de cuerda subieron a manos de los de cuarzo, y los teléfonos corrientes a manos del celular. En el campo de las matemáticas, descansan para siempre las tablas de funciones trigonométricas y las de logaritmos, e igual suerte han corrido las calculadoras mecánicas y la regla de cálculo, superadas por el moderno computador.
La cultura, al igual que las especies vivas, conserva a veces especímenes anacrónicos que se resisten a desaparecer: el enorme e innecesario tamaño de algunos billetes; el incómodo tamaño de los periódicos tradicionales; la “u” después de la “q” y la hache muda; las monarquías, títulos nobiliarios y algunos protocolos medievales, como besar anillos y hacer genuflexiones al saludar a sus majestades; los números romanos para designar los siglos; el horóscopo, la lectura del Tarot, la homeopatía; las ridículas pelucas de los jueces en los países anglosajones; la toga y el birrete, el corbatín…
La cultura humana, al igual que las especies animales, exhibe una amplia colección de elementos arcaicos, desprovistos ya de funciones significativas, pero vivos. En ese mundo encontramos incómodas irregularidades en todos los lenguajes naturales, con la complicidad de los académicos de la lengua; fantasmas cargosos como la “h” muda y la “u” después de la “q”, inútiles en el español, como son también la ”p” de “psicología”, la “m” de “mnemotecnia” y la “g” de “gnomo”, pero que siguen ahí como rémoras, pues los conservadores hacen hasta lo imposible para conservarlas; arcaísmos en las costumbres, reglas de cortesía obsoletas, títulos nobiliarios pasados de moda, condecoraciones anacrónicas, cartas astrológicas para consumo del pueblo raso… Y no olvidemos el uso absurdo de los números romanos, antiguos como los mismos monumentos en que aparecen, e injustificados cuando de nombrar los siglos se trata.
El problema de cambiar la cultura es desalentador. Primero, por el espíritu romántico y conservador del hombre, sumado a la natural pereza de cambiar, o al temor a dar el paso adelante; segundo, por las incomodidades que acarrea todo cambio. Por eso no puede alterarse significativamente la disposición absurda de las letras sobre el teclado del computador, pues millones de usuarios deberían olvidar lo viejo y aprender lo nuevo. Y de cambiar el fósil cultural viviente representado por el sistema sexagesimal usado en las medidas del tiempo y de los ángulos deberíamos reescribir todos los libros de ciencia. Es decir, estamos condenados a sufrir por una eternidad el pecado original cometido por algunos de nuestros antepasados. La suerte está echada, habría dicho Julio César.
Sin embargo, hay fósiles cambiables, como ocurre con el calendario, que con algunos ajustes menores podría dividirse en meses de igual duración –existen propuestas—de tal modo que a cada día de cada mes correspondiese el mismo día de la semana. Pero los fósiles vivientes más fáciles de eliminar se encuentran en las matemáticas. Y seguro que se hará. Recordemos que antes de inventarse las modernas calculadoras electrónicas y los computadores digitales, los cálculos aritméticos eran laboriosos y propensos al error. Con el fin de aliviar tal situación, se idearon recursos ad hoc, que aun siguen con vida sin que existan las razones originales que les dieron lugar. Por ejemplo, para sumar varias fracciones se acostumbra aun reducirlas previamente a un mínimo común denominador, operación que hace más difícil el aprendizaje y más lenta la operación, al tiempo que acelera el olvido. La razón de su origen es que si se deseaba convertir la fracción resultante en un número real, la división final era más simple. Hoy día no es más simple: con las calculadoras científicas, es igual dividir entre 2 que entre 123.456.789.
No menos cargoso e inútil es el uso del alfabeto griego en la escritura matemática. Otro fósil viviente de la época del papel y el lápiz, cuando era igual escribir b que β, pero que ahora se ha convertido en firme candidato a desaparecer, pues, amén de ser inútil, se torna bien laborioso cuando uno pretende escribir en el computador –la nueva máquina de escribir– expresiones matemáticas que los contengan. El hecho es que dichos caracteres no aparecen en el teclado, lo que nos obliga a interrumpir la escritura y dar un rodeo para utilizar la tabla de símbolos especiales (lo acabo de hacer para escribir β).
Para ayudar a descargar los voluminosos programas de matemáticas, nada mejor que comenzar a eliminar temas que ya son por completo innecesarios (verdadera basura), así como se eliminaron las tablas trigonométricas y logarítmicas. No hay problema alguno en eliminar las funciones cotangente, cosecante y secante, desarrolladas para el paleozoico tecnológico, cuando no existían las modernas calculadoras. Por ser inversas de las funciones seno, coseno y tangente, respectivamente, el tenerlas tabuladas nos evitaban divisiones engorrosas. Pero a muchos conservadores se les olvida que para las calculadoras electrónicas no existen divisiones engorrosas. Al eliminar las tres anticuadas funciones, se eliminan también las identidades que las relacionan, y se reducen a la mitad las definiciones y las fórmulas para derivarlas e integrarlas. Se economizan en el mundo millones de horas de estudio diarias, innecesarias. Una poda gigante y saludable, y una bendición para los estudiantes de nuestro planeta.
Pero esto no es todo: existen más fósiles culturales vivientes. Lo aquí propuesto es solo un comienzo para simplificar la vida estudiantil y ponernos al día con el desarrollo tecnológico.