Implicaciones de la teoría de la evolución darwiniana sobre la teoría freudiana del Complejo de Edipo
«Estos descubrimientos son especialmente perjudiciales para Freud, puesto que, si Westermarck tiene razón, entonces la teoría del Edipo está equivocada».
Frans de Waal
Por: Carlos Andrés Naranjo Sierra
Resumen
El Complejo de Edipo plantea por definición, un deseo incestuoso innato en el infante que es regulado por la norma cultural como introducción al mundo simbólico del hombre. Sigmund Freud, padre del psicoanálisis y Claude Levi-Strauss, padre de la antropología estructural, construyeron a partir de la regulación cultural del instinto incestuoso sendas hipótesis que marcaron gran parte del pensamiento de las ciencias sociales y humanas del siglo XX. Hoy, a 200 años del natalicio de Charles Darwin, la teoría de la evolución es retomada por la psicología evolucionista para explicar el psiquismo, no solo en el hombre sino también en otros animales, con resultados sorprendentes y más coherentes. Entre ellos el Efecto Westermarck, llamado así en honor al antropólogo finlandés que lo descubrió, ha logrado demostrar empíricamente que lo que hay por lo general en el infante no es un deseo sino un desinterés o rechazo innato por la relación incestuosa.
Palabras clave
Relaciones familiares, Teoría Darwiniana de la Evolución, Darwinismo, Psicología Evolucionista, Psicoanálisis, Etología, Efecto Westermarck, Complejo de Edipo, Incesto.
Resumen
La prohibición del incesto junto con la prohibición del asesinato y/o el canibalismo, han sido una constante fundamental en el desarrollo de las ciencias sociales para explicar el origen de la cultura o civilización. Durante décadas, gran parte del psicoanálisis, la psicología, la antropología y la sociología han elaborado varios de sus principales constructos teóricos partiendo de la hipótesis de nuestra separación de la animalidad a través de los mecanismos culturales para dar explicación al pensamiento, las motivaciones, las emociones y el comportamiento del ser humano. Sin embargo los estudios evolutivos de la etología, la psicología comparada y la psicología evolucionista parecen desmentir buena parte de estas hipótesis y abren un nuevo y prometedor camino para reflexionar sobre lo que verdaderamente somos.
Desconociendo toda evidencia científica con la que se cuenta hoy al respecto, algunos académicos califican de determinismo biológico o de teoría decimonónica a la teoría de la evolución darwiniana para explicar al Homo sapiens; dicen haberla ya superado al punto de postular, como lo hace Alfredo Zenoni en el texto El cuerpo del ser hablante (1986), que el psicoanálisis comienza donde termina el evolucionismo. De esto modo mirar a la naturaleza para explicar el ser humano seria algo inútil ¿Hipótesis? Muchas. ¿Pruebas? Ninguna consistente. La antinomia Cultura Vs. Naturaleza parece ser más fructífera en términos teóricos que prácticos.
Hablar de la particularidad del sujeto para contravenir los postulados biológicos es llover sobre mojado, pues es evidente que las experiencias y acontecimientos propios de la persona marcan una importante parte de su psiquismo pero nuevamente se debe recordar que no sería posible que estas marcas particulares existieran sin una biología que las posibilitara. También podría alegarse que la riqueza del lenguaje humano hace que sean irrelevantes los fundamentos biológicos y que el Edipo, y en consecuencia la estructuración del psiquismo, sólo tendría valor explicado a partir del universo simbólico del Homo sapiens pues una cosa es la realidad fáctica y otra la realidad psíquica. En este punto conviene recordar las palabras del propio Sigmund Freud (1900, p. 272.) cuando dice:
“Ninguno de los descubrimientos de la investigación psicoanalítica ha provocado una oposición tan acerba, una negativa tan feroz ni unos malabarismos tan divertidos por parte de la crítica como esta referencia a las inclinaciones incestuosas infantiles, conservadas en lo inconsciente. En los últimos tiempos se ha querido incluso presentar el incesto, contra todo lo que indica la experiencia, como meramente ‘simbólico’”.
El mito del padre de la horda primitiva (Freud, 1913) asesinado por sus hijos y cuyos reductos psíquicos supuestamente nos acompañan hoy a través del Complejo de Edipo, también podría tomarse como una simple novela para explicar un fenómeno psicológico tan común como el apego del infante por su progenitor, pero es el mismo Freud quien duda que este parricidio primitivo sea simplemente un hecho metafórico. Puede leerse en El malestar en la cultura:
“No podemos prescindir de la hipótesis de que el sentimiento de culpa de la humanidad desciende del complejo de Edipo y se adquirió a raíz del parricidio perpetrado por la unión de hermanos. Y en ese tiempo no se sofocó una agresión, sino que se la ejecutó […] Cabe permitirse ciertas dudas. O bien es falso que el sentimiento de culpa provenga de las agresiones sofocadas, o toda la historia del parricidio es una novela y, entre los hombres primordiales, los hijos no mataron a su padre con mayor frecuencia de lo que suelen hacerlo hoy. Por lo demás, si no se trata de una novela, sino de una historia verosímil, se estaría frente a un caso en que acontece lo que todo el mundo espera, a saber, que uno se siente culpable porque ha hecho efectiva y realmente algo que es injustificable” (Freud, 1929 pp.126-127).
Otro problema está relacionado con la comprensión de las ideas de la teoría de la evolución darwiniana. Ni el propio Freud, que en un principio estuvo tan interesado en las ideas de Charles Darwin, parece que logró comprenderla cabalmente. De ahí que se viera en la necesidad de desarrollar otras hipótesis para poder hacer encajar el psicoanálisis con lo que veía en su experiencia clínica. La pulsión de muerte, por ejemplo, es perfectamente entendible desde la evolución, cuando se entiende por qué la psique humana valora recursos sociales intangibles lo suficiente para arriesgar la vida por ellos. Afirman Martin Daly y Margo Wilson (1988, p.16), psicólogos evolucionistas, en su libro Homicidio: “Si Freud, por ejemplo, hubiera entendido mejor la teoría evolucionista, todos nos hubiésemos ahorrado su vana postulación sobre la pulsión de muerte”. Posiblemente si Freud viviera, también estaría dispuesto a hacer lo que no han hecho muchos de sus seguidores: Reevaluar sus hipótesis en aras la evidencia, el amor a la ciencia y la razón.
Ahora el modelo darwiniano de la evolución está siendo retomado por las ciencias humanas, después de un largo período de olvido, para tratar de aportar un nuevo punto de vista sobre la condición humana, ya no a partir de la especulación hipotética sino a partir de la comprobación empírica. Todavía a muchos les molesta la idea de que el ser humano sea estudiado desde la perspectiva animal o se le compare con éstos, aunque la biología todos los días nos recuerde con mayor ahínco que eso somos. Obviamente nunca habrá una comparación perfecta entre especies pues cada una tiene características particulares fruto de miles o millones de años de evolución pero eso no contradice el principio fundamental de que el problema es más de nivel de complejidad que de esencia.
Durante décadas se ha buscado un límite claro entre la humanidad y la animalidad a través del lenguaje y el universo simbólico que representa la cultura. Para pesar de muchos los estudios recientes sobre primates han revelado que ni el lenguaje ni la cultura parecen ser exclusivamente humanos (Goodall, 1971. De Waal, 2001). Los primates demuestran permanentemente y cada vez con mayor claridad que son capaces de la utilización del signo lingüístico tanto en términos de significante como de significado. Por supuesto que el nivel de desarrollo cognitivo del ser humano es más sofisticado que el de las demás especies, pero no se debe olvidar que esta sofisticación se da gracias a un cerebro con el que nos dotó la misma naturaleza.
En algunas escuelas de Estados Unidos está legalmente prohibido hablar de evolucionismo, y parece que tácitamente también en algunas Universidades latinoamericanas, ya que sus implicaciones son nefastas tanto para doctrinas religiosas como para ideologías políticas. Dice Héctor Abad Faciolince (2006, p.47) en su columna titulada La condición humana:
“Para los religiosos hay una discontinuidad absoluta entre los animales y el ser humano, pues los hombres estaríamos dotados de un alma hecha ‘a imagen y semejanza’ de Dios, sin ningún parentesco con las especies llamadas inferiores, y por eso para ellos el estudio del alma se debe hacer con las herramientas de la fe, y no con las de la ciencia. Para muchos filósofos, al ser el hombre un ser racional y capaz de contradecir sus impulsos, no existe la tal ‘naturaleza’ humana, pues esta nos convertiría en autómatas programados. Para sociólogos y antropólogos, en general, al ser el hombre un animal social, lo que determina nuestras costumbres sería la cultura, la educación y no la biología. Estudiar al hombre como un ser natural que guarda en la terquedad de sus instintos y apetencias la memoria de un pasado adaptativo remotísimo (de cientos de miles de años, en los que le convino tener esos comportamientos) era considerado una blasfemia”.
Sigmund Freud (1913, p.104) y Claude Lévi-Strauss (1969, p.38) consideraron la prohibición del incesto como la norma universal de las comunidades humanas a partir de la cual se dio el paso definitivo que llevó al hombre a separarse de la naturaleza. El incesto era lo natural, su prohibición era lo cultural. En la reinterpretación que hace Freud de la ley de Haeckel según la cual la ontogenia recapitula la filogenia en términos psíquicos (no en terminos embrionarios como afirmaba originalmente Haeckel), se parte del hecho de que en el Complejo de Edipo, la figura del Padre actúa como ese mandato cultural primitivo que marca un límite a la libido infantil volcada sobre el progenitor del sexo opuesto, por lo general, y le obliga a buscar su objeto de deseo por fuera de su propia familia. Sin embargo investigaciones doble ciegas en Israel y Taiwán, y estudios controlados en comunidades humanas (Liberman, Tooby y Cosmides, 2002) han puesto en evidencia que el comportamiento evitativo del Homo sapiens con respecto al incesto no difiere significativamente del otras especies, incluidas especies vegetales.
Tanto en animales como en vegetales, la reproducción sexual ha procurado la exogamia por regla general (aunque en la naturaleza siempre hay excepciones a todas las reglas), pues todo parece indicar que la reproducción sexual tiene claras ventajas sobre la reproducción asexual para especies como la nuestra ya que aumenta la variabilidad del acervo genético de la población disminuyendo así la probabilidad de ser aniquilada por algún factor externo, lo cual es fundamental en especies como los primates que tienen relativamente pocos descendientes y que deben invertir altas cantidades de energía en la procreación y crianza de los hijos.
Edward Alexander Westermarck, antropólogo finlandés, de quien se desprende el término Efecto Westermarck, por medio del cual se explican gran parte de las relaciones familiares entre los seres humanos a partir del modelo darwiniano de la evolución. Su afirmación central consiste en que tanto en los mamíferos superiores como en el ser humano, la convivencia durante los primeros años de vida trae como consecuencia la inhibición o rechazo de las relaciones incestuosas. Por lo tanto es la naturaleza y no la cultura la que favorece la evitación de la endogamia. Lo anterior tiene profundas implicaciones sobre la teoría psicoanalítica del Complejo de Edipo pues no sería entonces la norma o según los Lacanianos, el Nombre del Padre lo que estructuraría al sujeto separándolo del Deseo de la Madre y convirtiéndolo en Sujeto deseante, sino que sería la misma biología la que procuraría que esta separación se diera en aras de la diversidad genética, evitando de paso la suma de defectos genético y favoreciendo la supervivencia de la especie.
Westermarck no compartía la creencia de que nuestros antepasados, a los que Freud (1913, p.11) llamara salvajes o primitivos en Tótem y tabú, realizaran conductas sexuales incestuosas que sólo lograron coartar después de muchos conflictos mediante la creación de un contrato social. Westermarck veía a la familia como una unidad reproductiva organizada desde mucho tiempo atrás y proponía que las asociaciones tempranas dentro de esta unidad, tales como las que se dan entre padres e hijos y entre hermanos, eran las que mataban el deseo sexual. Según esto, los individuos que crecían juntos desde una edad temprana desarrollaban una aversión sexual mutua. La propuesta de Westermarck se basaba en que este comportamiento había evolucionado con un valor adaptativo obvio: evitar los efectos deletéreos de la endogamia.
Dice Frans De Waal (2001, pp.284-285.), famoso primatólogo holandés, en su libro El simio y el aprendiz de sushi:
“En el estudio a mayor escala realizado hasta la fecha, Arthur Wolf, un antropólogo de la Universidad de Stanford, pasó toda su vida examinando las historias maritales de 14.402 mujeres de Taiwán en un ‘experimento natural’ que dependía de una peculiar costumbre china relacionada con el matrimonio. Las familias chinas solían adoptar y criar a niñas pequeñas para convertirlas en futuras nueras. Esto significaba que desde la infancia crecían con el hijo de esa familia, su futuro marido. Wolf comparó los matrimonios resultantes de esas uniones con los de hombres y mujeres que no se conocían antes de la boda. Por suerte para la ciencia, se guardaron los registros oficiales durante la ocupación japonesa de Taiwán, y estos registros proporcionan información detallada sobre las tasas de divorcios y el número de hijos, variables que Wolf utilizó como medidas de felicidad marital y actividad sexual (respectivamente). Los datos respaldaron a Westermarck: la asociación durante los primeros años de vida parece poner en peligro la compatibilidad marital.”
Otros estudios anteriores realizados en los kibbutzim israelíes descubrieron que los niños generalmente no tienen relaciones sexuales ni se casan con otros niños con los que no están emparentados pero con los que se han criado en el mismo grupo de edad. Es como si la naturaleza hubiera dotado al ser humano con un algoritmo psicológico para identificar a su familia basado en los primeros años de convivencia, debido al excesivo costo evolutivo que implicaría generar otro tipo de instrumento natural que le permitiera identificar los propios genes en los demás. Por lo tanto el mandato natural que llevamos dentro, en situaciones normales debe decir algo así como: “tu familia son aquellos con quienes convives los primeros años, procura no reproducirte con ellos”.
Surge entonces una importante pregunta para esta visión evolutiva ¿Por qué prohibir aquello que naturalmente no se da? Aparentemente no tendría sentido prohibir algo tan poco natural como comer rocas o meter las manos al fuego pero al entrar a mirar con más detenimiento el asunto, se pueden ver que varias explicaciones plausibles. Dice Antonio Vélez, matemático y divulgador científico, en su libro Homo sapiens (2006, p.533):
“A nadie se le ocurriría prohibir lo que natura misma prohíbe, aseguran muchos pensadores, para descartar así la idea de un rechazo natural al incesto. Sin embargo, puede probarse un teorema de carácter general que contradice la afirmación anterior; es decir, que la cultura a veces sí prohíbe explícitamente lo que naturaleza prohibe implícitamente. El teorema puede enunciarse de este modo: cuando existe un fuerte mandato de origen genético o biológico, y por tanto universal, entonces es probable que se genere una contrapartida cultural que lo refuerce”.
Al estudiar el Código penal Colombiano se encuentran otras tantas prohibiciones contra lo que podría calificarse como natural. No es muy común que alguien decida darle muerte a miembros de la propia familia, salvo situaciones particulares (Daly y Wilson, 1988) al igual que sucede con la presencia del incesto, sin embargo asesinar a cualquiera familiar constituye un agravante no sólo en términos sociales sino también penales. El capítulo segundo del Código penal Colombiano que trata sobre el homicidio, dice:
“ARTÍCULO 104 – Circunstancias de agravación.- La pena será de veinticinco (25) a cuarenta (40) años de prisión, si la conducta descrita en el Artículo anterior se cometiere: En la persona del ascendiente o descendiente, cónyuge, compañero o compañera permanente, hermano, adoptante o adoptivo, o pariente hasta el segundo grado de afinidad”.
Del mismo modo habría que preguntarse por el suicidio, que estuvo penalizado durante años en la legislación colombiana (y aún lo está en varios países) y la homosexualidad que se tipificó como delito en tantas naciones a pesar de que la inmensa mayoría de la población mundial es de orientación heterosexual. Si nos basamos en la lógica de que no tiene sentido legislar sobre algo que naturalmente no se esperaría, entonces tampoco tendrían sentido algunas de estas leyes que por demás y afortunadamente han ido cambiando en aras de no considerar como delito aquello que escapa a la generalidad.
También podría esperarse que algunos de los individuos de la población escapasen a la regla general o la normalidad (las llamadas “colas” de la campana de Gauss) por lo cual las comunidades mostrarían su rechazo al acto violatorio por medio de su legislación. Dice Westermarck (1903): “La ley expresa el sentimiento general de la comunidad y castiga los actos que a ella disgustan: pero no nos dice si la inclinación a cometer el acto prohibido se da en la mayoría o en unos pocos” (1903, p. 319). Hay una tendencia humana, poco adaptativa para nuestros tiempos, a sancionar a las minorías y considerarlos anormales.
El Efecto Westermarck plantea serios cuestionamientos sobre Complejo de Edipo y lo que se ha dado por sentado durante muchos años en las ciencias sociales y humanas con respecto a lo innato y lo adquirido. Sin embargo este parece ser sólo el comienzo de un sinnúmero de implicaciones que comenzarán a aparecer conforme avanza la ciencia y descubre nuevas evidencias de nuestra naturaleza y su relación con las demás especies vivas del planeta.